12/7/17

Marcos-Ricardo Barnatan: «Borges: exégesis del maestro y ocaso del impostor»







Dos colores que están en los dos nuevos cuentos de Jorge Luis Borges sirven para titular este libro, no sin los evidentes reparos de su autor que como todos los autores se ha encontrado con el hecho consumado. Colorística presentación para un hombre que sólo percibe el inefable amarillo y que, sin embargo, persiste en recordar toda la gama en su memoria adicta a la ficción, que es una de las formas más importantes de la realidad. De Quincey (Writings, XIII, 345) le sugirió el tema de la primera narración La rosa de Paracelso, según el propio Borges nos confiesa, y es un simple encuentro entre un aspirante a discípulo y el viejo maestro denostado ya por una ciudad que le es hostil. La entrega se completa con Los tigres azules, un relato aparentemente más ambicioso que el primero por sus imprevisibles consecuencias matemáticas, pero que no alcanza el grado de emoción que emana de la historia serena y dramática de ese gran incomprendido tocado por la genialidad.


«En su taller, que abarca las dos habitaciones del sótano, Paracelso pidió a su dios, a su indeterminado dios, a cualquier dios, que le enviara un discípulo», no tardó mucho en apagarse la plegaria cuando un joven desconocido golpeó a su puerta. Era el aspirante y traía un cofre lleno de monedas para comprar la gloria, para ascender a la piedra. En su aspecto larval (no era aún mosca ni mariposa, sino ínfima larva) el aspirante intentaba comprar la piedra, pero el maestro dijo con lentitud: «El camino es la piedra. El punto de partida es la piedra. Si no entiendes estas palabras, no has empezado aún a entender. Cada paso que darás es la meta.»
Ni la sabiduría del anciano, ni las palabras que siguieron bastaron al neófito que exigía un prodigio antes de comenzar el aprendizaje. «Mis detractores, que no son menos numerosos que estúpidos, dicen que no y me llaman un impostor.» (La voz de Paracelso se confunde con la de Borges y con la de todo maestro denigrado por el pavitontismo.) Y, entonces, el paradigma de la mediocridad insiste en el prodigio, pide que la rosa se consuma en el fuego y rebrote de sus cenizas ante sus ojos para conformar el vacío del diletante, para llenar la fe nunca revelada del adulador. En la incredulidad arrogante, en la vanidad enfermiza e incurable del arribista cifra Borges toda una vasta legión de personajillos que infectan la literatura como infectan la vida con su ponzoñosa esterilidad. Son los puristas, exégetas de un arte corrompido, que buscan la redención en el martirologio («Tres días y tres noches he caminado para entrar en tu casa» exhibe el falso discípulo para blasonar sus méritos con el martirio). Los crecidos en su propia dramaturgia, que acceden al borde de la verdad, no para compartirla ni disfrutarla, sino para verla brillar para su propio protagonismo y poder mostrar el prodigio ante la impávida expectación de los otros, los que tienen facilidad para la incondicional reverencia. («¿Quién eres tú para entrar en la casa de un maestro y exigirle un prodigio? ¿Qué has hecho para merecer semejante don?») El intruso tras intentar en vano forzar a Paracelso, el viejo maestro, «tan venerado, tan agredido, tan insigne», deberá abandonar la casa confundido y solo. Borges lo condena al infierno infinito de la vanidad, al limbo estéril del que nació y al cual indefectiblemente estaba destinado. Pero antes de apagar la lámpara, y volver a su fatigado sillón dijo una palabra en voz baja y la rosa resurgió.
En Los tigres azules retorna Borges su pasión por el fiero animal, ese temible representante del mal que inflamó el verso de Blake, y que en su versión paradisíaca y casi angelical resplandeció en la infancia de nuestro escritor. El amor a la fiera, su persecución por los zoológicos y las enciclopedias, llevará al héroe a una aldea muy distante del Ganges, donde una noticia informaba de la aparición de tigres azules.
La búsqueda, penosa e infructuosa, acaba con una terrible revelación: en una meseta alta y en una grieta azul unas extrañas piedrecitas reemplazarán al animal para atormentar al violador del secreto. La multiplicación y reducción constante de su número, sus interminables transformaciones insistirán en la monstruosa índole de esos discos. Toda ley matemática era invalidada e incluso, un espacio desconocido, que se parecía mucho a la nada, recibía y reenviaba piedrecitas azules en misterioso tiempo. «Al término de un mes comprendí que el caos era inextricable.» Sólo la aparición de un mendigo ciego liberará al héroe de la espantosa carga. «Acaso esa limosna es la única que puedo recibir. He pecado.» Dice el ciego, para agregar en seguida: «No sé aún cuál es tu limosna, pero la mía es espantosa. Te quedas con los días y las noches, con la cordura, con los hábitos, con el mundo.»


Reseña del libro Rosa y Azul, Sedmay Ediciones, Madrid, 1977
En El País, Madrid, 26 de abril de 1978
Foto: Marcos-Ricardo Barnatan y Jorge Luis Borges en Madrid, 1973


11/7/17

Jorge Luis Borges: El culteranismo







Si las matemáticas (sistema especializado de pocos signos, fundado y gobernado con asiduidad por la inteligencia) entrañan incomprensibilidades y son objeto permanente de discusión, ¿cuántas no oscurecerán el idioma, colecticio tropel de miles de símbolos, manejado casi al azar? Libros orondos —la Gramática y el Diccionario— simulan rigor en el desorden. Indudablemente, debemos estudiarlos y honrarlos, pero sin olvidar que son clasificaciones hechas después, no inventores o generadores de idioma. Ni las palabras asumen invariadamente la acepción que les es repartida por el diccionario ni hay una relación segura entre las ordenaciones de la gramática y los procesos de entender o de razonar.
Busco un ejemplo. Sírvanos de primera mitad este parecer, que desgloso de una devota página sobre Góngora: D. Luis ha sido y será siempre el mayor poeta de la lengua española y de segunda mitad esta conclusión, que podemos suponer a la vuelta de muchas estadísticas y argumentos: Buenos Aires ha sido, y será siempre, el mayor puerto de esta república. Sintácticamente ambas oraciones se corresponden. Para los gramáticos, la frase y será siempre se repite con igual sentido en las dos. Ningún lector, sin embargo, se dejará llevar por este parecido fonético. En la segunda oración, la frase y será siempre es un juicio, es una probabilidad que se afirma, es una cosa que toca de veras al porvenir; en la primera, es casi una interjección, un énfasis más. En ésta, es emocional, afectiva; en aquélla, es intelectual. Decir D. Luis ha sido y será siempre el mayor poeta de la lengua es dictaminar D. Luis es indudablemente el mayor poeta de la lengua española o exclamar D. Luis es, ¡a ver quién me lo discute!, el mayor poeta. La equivalencia cae fuera de la gramática y de la lógica; bástanos intuirla.
Piensa Novalis: Cada palabra tiene una significación peculiar, otras connotativas y otras enteramente arbitrarias y falsas (Werke, III, 207). Hay la significación usual, la etimológica, la figurada, la insinuadora de ambiente. La primera suele prevalecer en la conversación con extraños, la segunda es alarde ocasional de escritores, la tercera es costumbre de haraganes para pensar. En lo atañedero a la última, no ha sido legalizada por nadie y usada y abusada por muchos. Presupone siempre una tradición, es decir, una realidad compartida y autorizada y es postrimería de clasicismo. Entiendo por clasicismo esa época de un yo, de una amistad, de una literatura, en que las cosas ya recibieron su valoración y el bien y el mal fueron repartidos entre ellas. La torpe honestidad matemática de las voces ya se ha gastado y de meros guarismos de la realidad, ya son realidad. Son designación de las cosas, pero también son elogio, estima, vituperio, respetabilidad, picardía. Poseen su entonación y su gesto. (Séanos evidentísimo ejemplo el de las voces organito, costurerita, suburbio, en las que ha infundido Carriego un sentido piadoso y conmovedor que no tuvieron antes.) El proceso no varía nunca. La poesía —conspiración hecha por hombres de buena voluntad para honrar el ser— favorece las palabras de que se vale y casi las regenera y reforma. Luego, ya bien saturados los símbolos, ya vinculada la exaltación a un grupo de palabras y a otro la heroicidad y a otro la ternura, viene el solazarse con ellos. Esencialmente, el gongorismo o culteranismo. El academismo que se porta mal y es escandaloso.
El de la escuela cordobesa del mil seiscientos es el más famoso de todos. El anverso de esta nombradía es la individualidad saliente de su caudillo. Por el primer hombre de España lo tuvieron, casi con unanimidad, los de su época, y aunque la sola mención de Lope, de Cervantes y de Quevedo basta para la refutación de ese error, la atracción ejercida por don Luis de Góngora es indudable. Porque si no nos queremos negar a la razón, sino confesalla sinceramente, ¿quién escribe hoy que no sea besando las huellas de Góngora o quién ha escrito verso en España, después que esta antorcha se encendió, que no haya sido mirando a su luz?, finge interrogar, antes de 1628, Vázquez Siruela… El reverso es el general sosiego de la literatura española, remisa en teorizar. En su quietud casera el culteranismo es único escándalo y se le agradece el gentío.
El consenso crítico ha señalado tres equivocaciones que fueron las preferidas de Góngora: el abuso de metáforas, el de latinismos, el de ficciones griegas. Yo quiero considerarlos con precisión.
El primero es objeto de litigios que no se cansan. Los unos piensan que la numerosidad de metáforas es condenable; los otros, que se trata de una virtud.
Yo insinuaría —contra los contemporáneos, contra los antiguos, contra mis certidumbres de ayer que la cuestión no es de orden estético. ¿Acaso hay un pensar con metáforas y otros sin? La muerte de alguien ¿la sentimos en estilo llano o figurado? La única realidad estética de un poema ¿no es la representación que produce? Que el escritor se haya valido o no de metáforas para persuadirla, es curiosidad ajena a lo estético, es como hacer el cómputo de la cantidad de letras que empleó. La metáfora no es poética por ser metáfora, sino por la expresión alcanzada. No insisto en la disputa; todo sentidor de Croce estará conmigo.
He descubierto ilustres metáforas en la obra de don Luis. Escribo adrede el verbo, porque son de las que ningún fervoroso suyo ha elogiado. Copio la mejor de ellas, la del sentir eterno español, la del Rimado de Palacio, la de Manrique, la de que el tiempo es temporal:
Mal te perdonarán a ti las Horas,
las Horas que limando están los Días,
los Días, que royendo están los Años.
El crítico español Guillermo de Torre, en su alegato por la metáfora, quiere autorizarse con el famoso ejemplo de Góngora y copia este verso:
peinar el viento, fatigar la selva
cuyo primer hemistiquio acierta en lo de igualar el viento a una cabellera y no sé si en la prolijidad de peinarlo, y cuyo final es traducción fidelísima de Virgilio.
Venatu invigilantpueri, sylvasque fatigant
dice La Eneida, libro noveno, verso 605.
También, para ejemplo de metáforas que enigmatizan, es costumbre transcribir el principio de la Soledad primera, la de los campos:
Era del Año la Estación florida
en que el mentido Robador de Europa
(Media Luna las Armas de su Frente
y el Sol todos los Rayos de su Pelo).
Luciente honor del Cielo
en campos de Zafiro pace Estrellas.
Asiduos cabalistas (desde Pellicer o Salcedo y Coronel hasta los contemporáneos) han procurado la justificación lógica de esa tardanza y de ese impertinentísimo toro, que es disfraz de Júpiter y signo zodiacal y constelación y que no nos ayuda a imaginarnos la primavera. Sin embargo, aquí lo de menos es la metáfora; lo que importa son las palabras orondas —las palabras de clima de majestad— exhibidas por el autor. Propiamente, no hay comparaciones ahí; no hay sino la apariencia sintáctica de la imagen, su simulación. Metaforizar es pensar, es reunir representaciones o ideas. Don Juan de Jáuregui, cuyo honestísimo Discurso poético ha sido republicado por Menéndez y Pelayo y justicieramente elogiado (Ideas estéticas, III, 494) señala esa nadería de los cultos: Aun no merece el habla de los cultos en muchos lugares nombre de obscuridad, sino de la misma nada. También, Francisco de Cascales: Harta desdicha que nos tengan amarrados al banco de la obscuridad solas palabras. Ahora bien, ¿puede haber poesía sin intuiciones? Arturo Schopenhauer ha escrito que la poesía es el arte de poner en juego la imaginación, mediante palabras. Sospecho que aceptar esa definición de traza romántica es premisa para admitir el culteranismo. Una cosa es presentar a la inteligencia un mundo verdadero o fingido y otra es fiarlo todo a la connotación visual o reverencial de vocablos arbitrariamente enlazados. Lo lamentable es que casi todos los poetas han abdicado la imaginación en favor de novelistas e historiadores y trafican con el solo prestigio de las palabras. Los unos viven de palabras de lejanía, los otros de palabras lujosas, los demás practican el diminutivo y la interjección y son héroes del quién pudiera y del nunca y del si supieras; ninguno quiere imaginar o pensar. Acaso, Góngora fue más consciente o menos hipócrita que ellos.
En lo atañedero a latinismos, es notorio que don Luis de Góngora los frecuentó ad majorem linguae hispanicae gloriam y que su ánimo fue probar que nuestro romance puede lo que el latín. Ahora, la soberbia española practica una diversa conducta: no quiere aceptar el socorro de barbarismos y pone su toda y poca fe en recetas caseras: en idiotismos, en refranes, en locuciones. Para nada quiere salir de su casa, ni para bromear. Yo confieso que a la cerrazón y hurañía de los puristas de hoy, prefiero las invasiones generosas de los latinizantes. Góngora y Quevedo lo fueron, y también Hurtado de Mendoza y Saavedra Fajardo y otros no tan ilustres. Fray Luis hebraizó con oportunidad; Cervantes italianizó; Gracián y Quevedo neologizaron. En suma, la tradición española no es tradicional, como los tradicionalistas pretenden.
Ya nos encara la tercera equivocación del culteranismo, la única sin remisión y sin lástima, porque es hendija por donde se le trasluce la muerte. Hablo de su permanente afán mitológico, de su manejo supersticioso de mitos griegos, quiero decir de nombres de mitos. Haraganería es ésa tan pública como ¡te juro por Dios! en boca de ateo o la fórmula conjurativa ¡cruz diablo! dicha por el que descree de la cruz y no se imagina, al pronunciarla, ningún demonio. Poesía es el descubrimiento de mitos o el experimentarlos otra vez con intimidad, no el aprovechar su halago forastero y su lontananza. El culteranismo pecó: se alimentó de sombras, de reflejos, de huellas, de palabras, de ecos, de ausencias, de apariciones. Habló —sin creer en ellos— del fénix, de las divinidades clásicas, de los ángeles. Fue simulacro vistosísimo de poesía: se engalanó de muertes.




En El idioma de los argentinos 
Buenos Aires, Manuel Gleizer, 1928
Viñetas de A. Xul Solar

© 1995 María Kodama
© 2016 Buenos Aires, Penguin Random House


Sofía Gandarias: Retrato de Borges 1985
Oleo sobre lienzo, papel de seda, collage 


10/7/17

Jorge Luis Borges: La mandrágora







Como el Borametz, la planta llamada Mandrágora confina con el reino animal, porque grita cuando la arrancan; ese grito puede enloquecer a quienes lo escuchan (Romeo y Julieta, IV, 3). Pitágoras la llamó "antropomorfa"; el agrónomo latino Lucio Columela, "semi-homo", y Alberto Magno pudo escribir que las Mandrágoras figuran la humanidad con la distinción de los sexos. Antes, Plinio había dicho que la Mandrágora blanca es el macho y la negra es la hembra. También, que quienes la recogen trazan alrededor tres círculos con la espada y miran al poniente; el olor de las hojas es tan fuerte que suele dejar mudas a las personas. Arrancarla era correr el albur de espantosas calamidades; el último libro de la Guerra Judía de Flavio Josefo nos aconseja recurrir a un perro adiestrado. Arrancada la planta, el animal muere, pero las hojas sirven para fines narcóticos, mágicos y laxantes.
La supuesta forma humana de las Mandrágoras ha sugerido la superstición de que éstas crecen al pie de los patíbulos. Browne (Pseudodoxia Epidémica, 1646) habla de la grasa de los ahorcados; el novelista popular Hanns Heinz Ewers (Alraune, 1913), de la simiente. Mandrágora, en alemán, es Alraune; antes se dijo Alruna; la palabra trae su origen de runa, que significó "misterio", "cosa escondida", y se aplicó después a los caracteres del primer alfabeto germánico.
El Génesis (XXX, 14) incluye una curiosa referencia a las virtudes generativas de la Mandrágora. En el siglo XII, un comentador judeo-alemán del Talmud escribe este párrafo:
"Una especie de cuerda sale de una raíz en el suelo y a la cuerda está atado por el ombligo, como una calabaza, o melón, el animal llamado Yadu'a, pero el Yadu'a es en todo igual a los hombres: cara, cuerpo, manos y pies. Desarraiga y destruye todas las cosas, hasta donde alcanza la cuerda. Hay que romper la cuerda con una flecha, y entonces muere el animal".
El médico Discórides identificó la Mandrágora con la circea, o "hierba de Circe", de la que se lee en la Odisea, en el libro décimo:
"La raíz es negra, pero la flor es como la leche. Es difícil empresa para los hombres arrancarla del suelo, pero los dioses son todopoderosos".




En El Libro de los Seres Imaginarios (1967)
Con la colaboración de Margarita Guerrero
Retrato de Jorge Luis Borges 
Captura de video filmación de Conferencia sobre La Ceguera

9/7/17

Jorge Luis Borges: Monserrat




Basta el examen de un álbum de fotografías de Buenos Aires, por bien ejecutado que esté, para llegar a la conclusión, acaso un tanto melancólica, de que las calles y los barrios de nuestra bien amada ciudad se diferencian menos por lo que son, que por la imagen que nos han legado los años. Así, desde un punto de vista arquitectónico, la calle Florida nada ofrece de memorable, pero es indiscutible que pasear por la calle Florida —mejor dicho, la conciencia de ser una persona que va por la calle Florida— tiene algo de agradable y de singular. El hecho se repite en el Barrio Norte. Distraídamente lo reducimos a las nobles y a veces vanidosas mansiones que edificaron algunos caballeros nostálgicos para jugar a estar en París; distraídamente no vemos los departamentos, los comercios, las casas viejas, los conventillos y el paredón del ferrocarril. En cuanto al Sur… la imagen que perdura es de casas bajas, de manzanas monótonas y parejas, de azoteas con balaustrada, de llamadores de bronce, de zaguanes abiertos en cuya hondura está la íntima claridad de los patios. Así lo ven los ojos de nuestra fe. En realidad, ese platónico Sur no está en lugar alguno del mapa. Siempre nos estorba una circunstancia, una estación de servicio, un laboratorio; el anhelado Sur está siempre un poco más lejos, siempre a la vuelta de la esquina en que lo buscamos.
¿Qué es Monserrat? ¿Qué es ese barrio viejo de Buenos Aires del que ahora soy vecino? Es, ante todo, una memoria de las cosas que fueron. Al promediar el siglo dieciocho, era un vago arrabal. Podemos pensar en alguna chacra, en torpes callejones de tierra, quizá en alguna quinta. La variedad de flores era menor, pero cabe esperar que no faltarían la madreselva, la retama, la rosa, los jazmines y las violetas. El Norte y el Sur no separaban entonces a Buenos Aires; el eje era la Plaza Mayor y la creciente población iba abriéndose en arcos, tanto más solitarios y pobres cuanto más alejados. Para decirlo con alguna pompa, la aurora y el poniente nos regían y no la calle Rivadavia.
El puntual historiador de la zona, Francisco L. Romay, acaba de informarme que la parroquia de Monserrat data del 3 de octubre de 1769. Treinta años después, funciona en el antiguo Hueco de Monserrat, la Plaza de Toros, que llegó a congregar, algún domingo, más de dos mil espectadores.
Las instalaciones eran precarias; antes de la lidia, los animales solían salvar la valla de los corrales y perseguir a los vecinos; muertos y abandonados a los cuervos, el hedor apestaba. Hacia 1800, el espectáculo se llevó a un barrio más lejano: el Retiro. Es sabido que en 1816, tomamos la decisión de dejar de ser españoles y de ser esa cosa nueva, argentinos; la corrida era específicamente hispánica y acabó, como era de prever, por ser abolida. Lo mismo, en los Estados Unidos, ha acontecido con el uso del té, juzgado y condenado por británico.
A las parroquias de la Concepción y de Monserrat se les dio, en aquel entonces, el nombre de Barrio del Tambor. Ese instrumento resonaba, ensordecedor y monótono, en los candombes de los negros. De la Concepción y de Monserrat salió el famoso Regimiento 6, de Pardos y Morenos, eufemismo administrativo que sorteaba los riesgos de las palabras “negro” y “mulato”. Ese regimiento se distinguió en la carga del Cerrito, en Montevideo, victoria que los biógrafos de Soler atribuyen a Soler, y los biógrafos de Rondeau, a Rondeau. Del Regimiento 6 diría el poeta Hilario Ascasubi, “más bravo que gallo inglés”, aludiendo a una estirpe acreditada.
Monserrat, como tantas otras parroquias de Buenos Aires, tiende a perder sus rasgos diferenciales y a confundirse con el centro, pero en la memoria común perdura este alarde de sus antiguos compadritos:
Soy del barrio ’e Monserrate,
Donde relumbra el acero;
Lo que digo con el pico;
Lo sostengo con el cuero.
Voy a concluir con una anécdota, en la que relumbra el acero. Hará diez años, en la esquina de Bolívar y Venezuela, un muchacho injurió a un desconocido y lo mató de una puñalada. Serían las ocho de la mañana; antes de las nueve, el comisario fue a un conventillo de la calle Chile y arrestó al malhechor. Nadie lo había delatado, pero la policía no ignoraba que era el último pendenciero del Sur que todavía usaba cuchillo. El culto de la tradición tiene sus peligros.


En revista Lyra, Buenos Aires, Año XXV, Nº 207-209, diciembre de 1968.*


[*] Sobre este tema, véase “No me importa dónde esté, de noche siempre vuelvo a Monserrat”,
entrevista de Alejandro Stilman, en diario Tiempo Argentino 
Buenos Aires, 9 de abril de 1985. (N. del E.)


Luego en Textos recobrados 1956-1985 ("La Argentina y Buenos Aires")
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi 
© 2003 María Kodama 
© Emecé editores Buenos Aires 2003



Foto arriba: Borges por René Saint-Paul reproducida en
Guillermo Sucre, JLB, Paris Editions Pierre Seghers, 1971, e incluida
en Horacio Jorge Becco: J.L.B Bibliografía total 1923-1973
Buenos Aires, Casa Pardo, 1973 (edición homenaje)




8/7/17

Jorge Luis Borges: Entrevista [Revista Mercado, Buenos Aires, 1978]







A esta altura no se sabe ya quién es o cómo es el verdadero, el íntimo Borges. Acaso los buenos lectores puedan ir descifrándolo a través de sus poemas o sus cuentos; pero no cabe duda de que el arte es una misteriosa metáfora y que de pronto también el lector tiene necesidad de conocer al hombre concreto, al que va envejeciendo y no tuvo hijos y es ciego; el que solo en su casa, tantea con su bastón los anaqueles de la biblioteca o recita para sí, entre las cuatro paredes, una cuarteta del Martín Fierro o una enigmática saga nórdica.
En verdad, un reportaje a este hombre podría reinventarse, plagiarse o imitarse, como también cualquier artesano habilidoso puede falsificar la obra de un genio. En su caso, el artilugio quedaría impune porque Borges, aun sabiéndolo, no reclamaría y fingiría no saber.
Hechas estas necesarias aclaraciones, entramos a la casa. Afuera la lluvia es copiosa y él la oye caer mientras permanece sentado en un sillón clásico. El mobiliario es oscuro y austero, y las piezas de plata, con su relumbre, hablan del pasado de los Borges.
En la cocina está Fanny, la correntina, única habitante de la casa que acompaña la soledad del escritor desde la muerte de su madre, Leonor Borges. También está Beppo, el gato blanco que sigue a su amo por todos lados y que se desliza mimosamente sobre sus zapatos. Acaso falte decir que la lluvia ha puesto triste y fastidioso a Borges: los viejos techos de su departamento dejan filtrar al interior hilitos de agua que Fanny trataba de controlar colocando algún jarrito estratégico sobre el piso.
El poeta estaba allí, solo, esperando con timidez y dignidad un nuevo interrogatorio, de modo que sólo restaba entregarnos para que nos confiara sus reflexiones y nos aproximase a un Borges al que solamente conocen unos pocos.

MERCADO —Es una gran desgracia ser ciego, sin embargo en usted esa desgracia pareció obrar como estímulo para la creación. En general eso ha ocurrido siempre en el arte. Están los casos de Cervantes, Toulouse Lautrec, Höderlin, Beethoven, Proust, Emerson... que padecieron carencias, disminuciones físicas y fueron grandes creadores. Milton era ciego y también está la leyenda de Homero.

BORGES —Es bastante incómodo serlo, aunque creo que finalmente la ceguera ha influido en mi imaginación. Dependo de excelentes amigas como María Kodama y Anneliese von der Lippen porque en vez de escribir debo dictar. Además yo no reparo casi nada en esos detalles que les suelen preocupar a los otros. Hace un rato, al entrar, usted me decía que afuera llovía muy fuerte y yo recién ahora me doy cuenta de esa situación. Quiero decir que no encuentro diferencias entre lo que se llama realidad y el sueño. Piense que a raíz de mi ceguera paso horas en entera soledad y entonces me entretengo en urdir historias sin tener otro contacto con el mundo que mi imaginación.

MERCADO —Precisamente, Borges, se ha discutido tanto eso de si un escritor debe ser un hombre de vida intensa, exuberante. En su caso hay más bien una inquieta inmovilidad.

BORGES —Macedonio Fernández me dijo alguna vez que si él se tendía al mediodía, en el campo, sobre la tierra y cerraba los ojos y comprendía, distrayéndose de las circunstancias que nos distraen, podría resolver el enigma del universo. Además, a lo largo del tiempo, los hechos esenciales que les suceden a todos los hombres son pocos. No creo que haya demasiados hechos posibles. Estoy haciendo un cuento fantástico acerca de eso, se llama La memoria de Shakespeare. No le voy a revelar el argumento pero el tema es que los hechos importan menos que el uso que uno hace de ellos. Quiero decir, los materiales con los cuales se alimenta la imaginación no son tan importantes como la utilidad que nos prestan. No creo que un hombre deba ir a buscar los hechos esenciales porque nos van a ocurrir igual y están dentro de uno. Más que hechos, hay imaginaciones distintas.

MERCADO — ¿Usted no cree en que la literatura se haga con información, verdad?

BORGES — Me acuerdo de aquellos versos tan lindos de Eliot: "Where is the Wisdom / we have lost in knowledge / where is the knowledge / we have lost in information"... "Dónde está la sabiduría / que hemos perdido en conocimiento / dónde está el conocimiento / que hemos perdido en información..." ¡Qué raro! unos versos tan lindos hechos con palabras abstractas. Fíjese, detrás de aquella frase hay toda la tradición de los escolásticos. Por ejemplo, Platón decía que sobre los hechos uno puede tener información pero que la verdad se refiere a los arquetipos, a algo más importante, ¿no? Con respecto a los versos de Eliot, suenan tristes...

MERCADO —Probablemente, Borges, tristeza o melancolía haya siempre en los poemas o los versos.

BORGES — Hay una explicación muy fácil: la felicidad es un fin en sí. Cuando uno se siente feliz, esa misma felicidad está justificándose, no necesita continuarse, está conquistada. En cambio la tristeza pesa sobre uno y hay que hacer algo con ella, transformarla, enriquecerla, no sé, puede ser un buen material para el arte. Ciertos fracasos, la nostalgia, la pena, son para la alquimia del poeta que debe transmutarlos. Además quizá convenga que el artista sea triste porque encuentra la felicidad en la obra. Hay unos versos de Manuel Machado, tan olvidado actualmente: "Qué importa la vida/ que ya está perdida/ y después de todo/ qué es eso la vida/ cantando la pena/ la pena se olvida..." Mire usted cómo caen esos versos, como si el poeta los hubiera dejado caer sin darse cuenta. No sé si las penas se olvidan, pero en todo caso ya no es sólo la pena sino también el uso que se hizo de ella, el destino estético que el poeta le ha dado.

MERCADO —Da la impresión de que la poesía es mucho más autobiográfica, más intimista que la prosa, que el relato y que el cuento. En un poema se ve más al autor, más elocuentemente, quiero decir. Hay una poesía suya, El remordimiento que a quienes la leyeron les impresionó por lo autobiográfica.

BORGES —Sin embargo es uno de los poemas que considero más flojo. Aunque no sé, posiblemente alguna emoción deje traslucir. A mí, personalmente, me parece que no es bueno porque lo escribí a los tres días de la muerte de mi madre y estaba demasiado cerca de la emoción. En el famoso prólogo de Las baladas líricas de 1798, se dice que el mejor momento para la creación poética es el de la emoción recordada en la serenidad. Y creo que es cierto, porque cuando a uno le sucede algo, está como aniquilado, deshecho y es difícil componer un poema sin desprenderse de esa contaminación. Luego, después, uno suele recordar los hechos y es a la vez el espectador y el actor, un desdoblamiento que permite transformar esa emoción sin la torpeza de la inmediatez. Además, está lo que usted dijo, que la poesía es casi una íntima confesión. El cuento, en cambio, exige otro proceso al elaborarse. Ahora que estoy escribiendo ese cuento, pienso que tal vez resulte difícil terminarlo. A mí se me ocurrió hace muchos años en Estados Unidos y tal vez se haya enfriado y no salga bien. Aunque el argumento creo que es interesante y pienso que puedo ejecutarlo. Quizá sea el mejor cuento que yo escriba y también el último.

MERCADO —¿Por qué, piensa en la muerte Borges?

BORGES —Cuando mi madre cumplió noventa y ocho años me dijo: "se me fue la mano". Y yo ahora, el veinticuatro, estoy por cumplir setenta y nueve y creo que también se me fue la mano. Pero no tengo temor a la muerte, ya he vivido. La gente tiene temor a esa palabra porque cree que si uno muere va a ser castigado o premiado en el más allá. Yo creo en lo absoluto de la muerte, se que moriré enteramente en cuerpo y alma. Es raro, es en lo único absoluto en que creo. Heráclito el solitario, el oscuro, tiene una cita: "El camino ascendente y descendente es el mismo" ¿Es hermosa, verdad?

MERCADO —Es un hermoso refugio, después de todo. Usted, que suele refugiarse en los recuerdos, Borges, ¿qué significan para usted? El tiempo, la acumulación de emociones, de hechos, lo que se va.

BORGES —Pensaba en eso los otros días. En un poema que podría llamarse El Forastero. Por el solo hecho, de que voy a cumplir setenta y nueve años y vivir en Buenos Aires, yo ya soy un forastero. Porque yo nací en otra ciudad del mismo nombre pero ya no soy aquél y la ciudad es otra. Yo vivo entre edificios y gente que desconozco y ahora que estoy diciéndole esto a usted siento que quizá pueda hacer ese poema, ¿no cree? [Borges espera mi asentimiento, hace una larga pausa como si quisiera dictarlo allí mismo pero ha debido contenerse].

Una amiga me dijo el otro día que yo usaba un lenguaje arcaico, claro, como yo estoy todo el día hablando y conversando con Leonor, uso las palabras de hace medio siglo. Percibo las diferencias con el idioma que hablan ahora los argentinos. Y también las diferencias con otras cosas: creo que no reconocería actualmente el jardín de plantas, el botánico, porque lo que recuerdo yo es una quinta. Y si sigo caminando, sin proponérmelo, tropezaría con el arroyo Maldonado, aunque sé que ha sido entubado, pero no importa, mi memoria visual evoca el arroyo, las casas bajas, el tranvía tal vez. También me pasa con la cara de mis amigos, que me gustaría saber cómo son. Pero tampoco sé qué cara me saluda en el espejo. Yo no sé que cara tengo ahora, vivo imaginándome cómo era antes. Mariana Grondona me dijo: "¡qué suerte tenemos tus amigas que nos ves como éramos hace veinte años!" ¿Quién sabe no? A lo mejor han mejorado. Sé que he ido borrando los recuerdos penosos, desagradables, he decretado una suerte de abolición de malos recuerdos. Además todo hombre que va envejeciendo se va alejando del presente, deja de entenderlo y ni siquiera le interesa.

MERCADO —Sin embargo usted ha reparado siempre en situaciones límites del hombre, no se ha desinteresado por su circunstancia aunque se haya mostrado escéptico o descreído. Se ha pronunciado contra el nazismo, o la mecanización del hombre o ciertas confusiones históricas...

BORGES —Bueno, he dicho alguna vez que Rusia, Alemania, Italia, han apurado hasta las heces el beneficio de esa panacea universal que llamaron nazismo. Los resultados, se sabe, fueron el temor, la brutalidad, la delación y la ignorancia. Últimamente estamos mirando, lamentablemente, hacia dos países enteramente mediocres: Estados Unidos y Rusia. Cuando he dado clases en Universidades de Norteamérica he notado una completa ignorancia en los alumnos. En una materia como literatura yo estaba por referirme a Bernard Shaw y toda la clase aceptó desconocerlo. Hay allá una manera estúpida de tomar exámenes a través de computadoras. Al alumno se le hace una serie de preguntas —siempre tienen que ser impares, alguna debilidad de la máquina, supongo— y si contesta bien tres sobre cinco, digamos, aprueba el examen. Para mí eso es inaceptable. Creo que tengo alguna experiencia sobre el mundo que he vivido y puedo afirmar que antes, hace cincuenta años, los hombres tenían una mayor propensión al diálogo vasto, a anudar charlas donde se diferenciaran matices y se propusieran ideas. Yo recuerdo haber estado reunido largamente con un conservador, un comunista o un anarquista como yo (pongamos por caso) y no discutíamos sobre eso. Probablemente creíamos que la política no debía ser endiosada hasta el extremo de proponerla como la salvación del género humano. Seguramente, se trataba de una actitud sabia que ahora se ha ido perdiendo.

MERCADO —Tal vez el hombre de nuestra época ha apostado esperanzado a la política, a la economía, a la tecnología.

BORGES —Cuando llegué a Suiza en 1914 y pregunté quién era el presidente nadie lo sabía. ¿Qué sabios, no? También aquí, mi madre paseaba con mi abuelo Azevedo por la calle Florida y se detenían a charlar con Sarmiento o Mitre sin que la gente se detuviese, porque no consideraba que ocurría nada importante. Es que ocupar un cargo oficial no significa nada, absolutamente nada en sí mismo. Los políticos son actores o, como decía Bernard Shaw, "los políticos son un poco canallas".
Un rey, cuando hereda el poder, hereda todo y puede muy bien ser un caballero. En cambio, una persona que se dedica a congraciarse con la mayoría de sus conciudadanos, que recorre todo el país haciendo promesas, sobornándolos con ellas, no me resulta sincera. Leyendo una biografía de Lincoln escrita por el gran poeta norteamericano Carl Sandburg, que es un libro escrito a favor de Lincoln, he descubierto cosas bastante horribles. Por ejemplo, poco antes de ser elegido presidente pronuncia un discurso en Boston sobre el tema de la esclavitud y dice: "todo norteamericano nace libre". Quiere decir: se pronuncia a favor de la igualdad. Pero después, él tiene que hablarles a los electores de Alabama, en el sur y entonces allí le recriminan aquella actitud. Lincoln, con habilidad les responde: "todo norteamericano nace libre, sí, pero debo agregar que si dos razas tienen que convivir, la raza inferior tiene que estar supeditada a la superior." O sea, aquí se declara partidario de la esclavitud y eso no me parece una actitud muy honorable.

MERCADO —Probablemente, en política, se piense que un fin justifica los medios.

BORGES —Tal vez sí. Esa frase, ese concepto se le atribuye a los jesuítas. Sin embargo he leído una defensa acerca de eso. Dice que Pascal lo usó mal, que no quiere decir que todos los medios son buenos y el fin es justo. Significa que si el fin es lícito, los medios también son lícitos siempre que no sean censurables. Desde el momento en que los medios que se utilizan se ensucian, el fin también está sucio.

MERCADO —Siempre se percibe en usted un entusiasmo o un respeto por esos países pequeños de Europa, como Suiza.

BORGES —Sin embargo no los tomamos como ejemplo. Países cultos, educados, sin ambiciones de potencia ni de poderes exagerados, que sólo se proponen formar comunidades de hombres relativamente felices, fatalmente humanas. Estados Unidos es una gran potencia e individualmente es muy poca cosa. Ellos son demasiado gregarios. Como ve soy un individualista y creo en los individuos pero no en los gobiernos. Siento realmente que miremos hacia países tan mediocres. Tanto en Estados Unidos como en Rusia hay esclavos: en uno, voluntarios y entusiastas. En el otro, que desean rebelarse.

MERCADO —Acaso, esa propensión a mirar hacia los grandes países tenga que ver con la inclinación del hombre hacia las invenciones tecnológicas, el progreso científico. Por ejemplo, usted que ha sido contemporáneo obligado de tantos descubrimientos y transformaciones, ¿qué piensa de la llegada del hombre a la Luna? Un acontecimiento que pareció cambiar la concepción del hombre en muchos aspectos.

BORGES —¿Usted cree en ese cambio? Cuando los astronautas pisaron la Luna yo me emocioné mucho, derramé lágrimas, creí realmente, inocentemente, haber sido contemporáneo de un hecho trascendente desde el punto de vista espiritual, pero tal como ha sucedido con las computadoras, ese hecho se ha convertido en uno de tantos que sólo sirve para denigrar al hombre. En cuanto a la hazaña en sí, como aventura épica, la llegada a la Luna ahora me emociona mucho menos que un libro fantástico de Wells. Claro, todo eso tiene relación con nuestra paulatina separación de Europa. Nosotros somos europeos en el destierro. Hace poco estuve allá y sentí otra vez ese flujo que se desprende de una cultura inmensa. Y, cuando me enfrenté con Roma, ¡Oh! realmente uno recibe todo lo que surge de una ciudad de donde hemos nacido. De alguna manera somos romanos, que hablamos una lengua, el castellano, que es una deformación del latín. Por eso me parece gratuito que haya quienes se ocupen de revisar supuestas raíces indigenistas en nuestro pueblo porque lo que hay detrás es bastante desechable. Yo que he leído y me han contado muchas cosas de malones y fortines, sé que los indios lo único que sabían, aparte de arrasar poblaciones y matar animales, era contar con los dedos, así, hasta cuatro, ya que el cinco les debía parecer una cantidad inaccesible. Oscar Wilde, con sabia ironía, dijo que mejor los españoles hubieran seguido de largo antes que descubrir América.

MERCADO —No habría existido Borges.

BORGES —Una suerte que me hubiera beneficiado, ¿no? Hoy, precisamente, se cumplen tres años de la muerte de mi madre. Fue un ocho de julio.

MERCADO —En muchas oportunidades se ha hablado de aquella sutil, intensa relación que usted mantenía con su madre. Incluso se pensó que a la muerte de la señora Leonor le iba a resultar muy difícil a usted llenar ese vacío, perder a la destinataria de tantas confesiones.

BORGES —No sé, no me doy cuenta de que ha muerto. Suelo conversar con ella, acostumbra acompañarme sin ningún dramatismo, casi con suave ironía. Además, cuando la imagino, la veo en los momentos felices, no cuando Leonor estaba muriéndose. ¿Qué hora es? ¿Llueve mucho afuera?

MERCADO —Las doce y llueve bastante, Borges. Estoy leyendo a Joseph Conrad, Lord Jim siguiendo su viejo consejo. El ha perdurado y también sus admirados Shakespeare, Cervantes, Shopenhauer, Spencer. ¿Cómo imagina que lo recordarán a usted, a su obra?

BORGES —Bueno, ellos eran grandes y merecen ser recordados pero sé que no va a quedar nada de mis libros dentro de cincuenta, setenta años. Le digo la verdad, será una suerte que nadie se acuerde de mí. Yo guardo la esperanza de no estar incluido en ninguna historia de la literatura porque no creo en ellas y sé que no sirven para nada. Son puras confusiones que se difunden con tanta rapidez por culpa de los periódicos y la radio. La gente la escucha y se dice: tal cosa es verdad porque lo dijo la radio. Y no es ninguna verdad. ¿Quién es la radio? Chesterton decía: "Antes estaban los Evangelios y ahora están los medios pero no hay nada que decir".

MERCADO —De todas maneras, Borges, hay una obstinación en la gente. Pretenden hacerlo célebre. Y también quieren saber de usted no sólo en su obra sino por sus declaraciones.

BORGES —¡No tengo la culpa de eso! En mis cuentos yo he luchado para no delatar mis opiniones personales y creo que lo he logrado. Sería difícil, a cualquier lector, pretender conocer mis opiniones a través de mis cuentos. ¿No lo cree usted? Sé que mi literatura ha permanecido, en ese sentido, incontaminada. No se notan las opiniones del hombre, no hay indicios evidentes por lo menos. Además, siempre uno se contradice cuando opina, pero no cuando escribe sus sueños. Oscar Wilde, que tuvo una vida tan desgraciada, dejó sin embargo frases muy felices.

MERCADO —Si se buscasen indicios en su obra, digamos que hay un tema permanente, la lealtad, la amistad. En cambio, no sé, en el amor hay ese cuento Ulrica del Libro de Arena o La Intrusa, pero me parece menos consecuente. Un tema quizá soslayado.

BORGES —¡Pero si yo he escrito mucho sobre el amor en mis poemas! Pienso que el amor es un descubrimiento mutuo entre dos personas. Uno y otro se revelan secretamente algo que los une y los vincula y los hace protagonistas de un sentimiento que los otros no pueden compartir ni entender. Sólo les pertenece a ellos, los enamorados, y sólo a ellos les ha sido revelado. La amistad, en cambio, es una pasión que diferencia e identifica a los argentinos. Es un sentimiento que no necesita, como el amor, de continuas pruebas ni confirmaciones. Tengo pocos amigos que viven: Bioy Casares, Silvina Ocampo, Mujica Láinez. Con él nos pasa algo raro, pero tiene que ver con la amistad. Pocas veces nos vemos, pasan años sin vernos pero un día que yo estoy mal o me enfermo él aparece en la cabecera de la cama todo el tiempo que sea necesario y cuando me pongo bien, se va y desaparece. En ese rato de encuentro hablamos de todo lo que tenemos que hablar: de literatura, de amigos, proyectos. El y yo hacemos cosas distintas y somos distintos, pero hay algo que nos une más allá de esa circunstancia. Creo que la amistad es superior al amor entre un hombre y una mujer porque es desinteresada y no necesita de promesas ni de grandilocuencias. Dos amigos no se confiesan, no necesitan hacerlo, se comprenden. Sé que actualmente hay una moda de la intimidad totalmente impudorosa. Todo se le achaca al subconsciente.

MERCADO —Es la época de la psicología, algunos la llaman la del striptease o del desnudamiento. El hombre se cuestiona, quiere saber.

BORGES —Antes se creía en el pensamiento poético, en la magia, en la intuición. Ahora todo se le achaca al subconsciente y además dicen que está el inconsciente. ¿Cómo puede haber algo debajo de la conciencia que es inmaterial? No tengo ningún interés en adherirme a ese tipo de desagradables teorías ni prácticas, prefiero seguir creyendo que todo cuanto me ocurre en mi vida me es dictado por algún amanuense.

MERCADO —¿El que le dicta su vida como sus cuentos, no? Es usted una excepción en muchos sentidos Borges, pero sobre todo, que sea conocido por sus cuentos en una época que aparece signada por la gran cantidad de novelas y novelistas.

BORGES —¡Oh, es cierto! nunca he sucumbido a la tentación de escribir novelas. No siento inclinación hacia ellas ni siquiera como lector. Hay que soportar detalles, puertas que se cierran, tediosas descripciones. Está ese ejemplo, donde más se ven los defectos, Madame Bovary, de Flaubert. Además, salvo Lord Jim, de Conrad, una novela admirable, yo he leído muy pocas novelas. Piense usted que el Martín Fierro no necesita abundar en descripciones para hacernos sentir la llanura. 

... Marchamos la noche entera haciendo nuestro camino
sin más rumbo que él destino que nos llevara ande quiera...

Pero claro, la novela es otra de las cosas que vienen de allá últimamente, de Estados Unidos, los fabricantes de la pornografía, las escenas de alcoba, las obscenidades. Los jóvenes que quieren publicar son empujados a ese tipo de cosas o a seguir inéditos. George Moore decía: ser sensiblero es tener éxito. Hay novelas que hasta tienen un resumen del argumento en la contratapa donde se explica su contenido, así no hay necesidad de leerlas. Al poco tiempo son consideradas viejas, como los periódicos. Bueno, un cuento requiere más precisión, más rigor narrativo y sobre todo no acepta ese tipo de concesiones del best seller, una fea y casi mala palabra, ¿no? Creo que la novela va a desaparecer.

MERCADO —¿Cómo explica el éxito de su propia obra, siendo tan metafísica, tan ajena a esas concesiones argumentales de la actualidad?

BORGES —¿Éxito?, no. ¿Por qué la gente está tan preocupada por el éxito ahora? Cuando publiqué mi primer libro a mí no se me ocurrió llevarlo a las librerías ni a los críticos ni a los escritores célebres. Yo pensé que mejor los repartía entre mis amigos. Todo el mundo actualmente vive preocupado por la publicidad, por las críticas en los periódicos, por la bambolla que pueda hacerse alrededor de su nombre. No, no creo que valga la pena tener éxito. Allí está lo que acaba de suceder con el Campeonato Mundial de Fútbol. Todos juegan a que la victoria de los once jugadores les pertenece y aceptan esa ficción y simulan no darse cuenta de que es una especie de convención o una broma. ¿A quién se le puede ocurrir que la República Argentina le ganó al reino de Holanda? Ni tampoco, si los holandeses hubieran triunfado, no por eso triunfaban sobre todo un país.
Sin embargo, yo he oído festejar a la gente por la calle como si eso que estuviera festejando fuese tan real. Mire el papel ominoso, ridículo del presidente de Uruguay, negándose a concurrir a los partidos porque su país no participaba. Se supone que los orientales tuvieron la oportunidad y que jugaron tan mal que no pudieron intervenir, pero entonces ¿un presidente de la nación se porta como un hincha de fútbol? Francamente. No creo que antes hubiese sucedido eso en Uruguay. Bueno, también en Estados Unidos suceden cosas horribles. Carter, suele usar cualquier método para promocionarse. Me contaron que durante la gira antes de las elecciones, él, que tiene plantaciones de maní, bajaba de un avión al que bautizó The Flying Peanut, ¡El maní volador! calcule usted qué bello. Y además toda la escolta vestía atuendos que representaban un maní. Sin embargo obtuvo la presidencia del país más grande del mundo. Bueno, es bastante tarde.

MERCADO —Sé que me he excedido en el tiempo, Borges.

BORGES —¡Tengo tanto y tan poco tiempo! Paso la mayor parte solo aunque hoy, no sé, después de este diálogo quizá dicte a una amiga unos versos. ¡Es tan misteriosa la creación! viene del lado que uno menos imagina. No tiene leyes establecidas, las teorías alrededor de todo este enigma no importan demasiado. Yo no tengo teoría estética, escribo sin proponerme nada, en total libertad. Hace algún tiempo había decidido evitar el barroco y siento que ahora voy retomándolo. Verlaine, que rimaba tan bien, condenaba la rima. Quién sabe lo que pasa por el alma de un escritor cuando escribe. Rudyard Kipling comprendió al fin de su carrera que a un autor puede estarle permitida la invención de una fábula, pero no la íntima comprensión de su moraleja. Allí está nuestro Facundo, de Sarmiento, y según Groussac el libro más montonero de nuestra literatura. Quién le hubiera predestinado a Quiroga tan misericordioso destino: una muerte inolvidable —acribillado y apuñalado en una galera— y contada además por Sarmiento. Es que tratándose de obras de ingenio los propósitos del autor son lo de menos. También está el caso de Swift, que se propuso redactar un alegato contra el género humano y dejó un libro para niños. Como toda génesis, la creación poética es misteriosa. Yo solamente puedo inventar mi vida, pero no sus consecuencias, ¿verdad? (Afuera la lluvia torrencial pareció hacerse más intensa. Borges masculló alguna protesta hacia quienes se demoraban en arreglar los viejos techos. "Bueno —dijo recuperando el humor— esta noche me tendrán que hacer la cama en un rincón donde no se llueva. Cuando era joven nadaba muy bien, pero ahora..." 

Antes de que me retirase pidió que le buscara unos libros en la biblioteca y una vez ubicados, él los colocaba cuidadosamente en el primer lugar de cada estante, para tenerlos a mano cuando alguna de sus amigas viniera a leerle. Por curiosidad anoté los títulos y autores elegidos: Sartus Resartus de Carlyle, The Works of Henrik IbsenHugo; The book of sands de Jorge Luis Borges, todos editados en inglés. "¿Ve usted? —murmura—, la gente cree que he leído muchos libros y apenas si repaso, releo, siempre los mismos. Creo que hay demasiada belleza en el mundo y que hay que defenderse de ella, yo soy prudente con mis lecturas". La despedida le corresponde a su admirado Joseph Conrad, que en Lord Jim parece acordarse de Borges:
"Su soledad acrecentaba su estatura. No había a la vista nada que se comparase con él, como si hubiese sido uno de esos hombres excepcionales a los cuales sólo es posible medir por la grandeza de su fama."





Texto y fotos en revista Mercado, agosto de 1978
Digitalización  ©Mágicas Ruinas


7/7/17

Jorge Luis Borges: Manuel Mujica Láinez, «Los ídolos»






Escéptico de casi todas las cosas, Mujica Láinez no lo fue nunca de la belleza ni —¿por qué no resignarnos a un rasgo puramente local?— de la buena causa unitaria. Había escrito las biografías de Hilario Ascasubi y de Estanislao del Campo y se negó a escribir la de Hernández, que era rosista.

Es difícil imaginar dos hombres más distintos, pero fuimos excelentes amigos. Descubrimos un vago antepasado común, don Juan de Garay, que era realmente, creo, Juan de Garay. Nuestra amistad prescindió de la frecuentación y de la confidencia. Soy ciego y, de algún modo, siempre lo fui; para Mujica Láinez, como para Théophile Gautier, existía el mundo visible. También el teatro y la ópera, que parcialmente me están vedados. Sentía, quizá trágicamente, la vacuidad de las ceremonias, de las reuniones, de las academias, de los aniversarios y de los ritos, pero esas máscaras lo divertían. Sabía aceptar y sonreír. Fue, ante todo, un hombre valiente. No condescendió nunca a lo demagógico.

En toda vasta obra suele haber rincones secretos. He elegido Los ídolos. En otros libros justamente famosos, Manuel Mujica Láinez suele ser the man of the crowd, el hombre de la turba. En éste, el menos populoso, los personajes de la fábula, que se inicia a orillas del Avon, son de algún modo formas de Shakespeare y de Milton. Cada escritor siente el horror y la belleza del mundo en ciertas facetas del mundo. Manuel Mujica Láinez los sintió con singular intensidad en la declinación de grandes familias antaño poderosas.



Antologado en Biblioteca personal (1987)
Véase Prólogo a Biblioteca personal 
Foto: Manuel Mujica Láinez por Alicia D'Amico 
Fuente Vía


6/7/17

Jorge Luis Borges: Veinte preguntas notables [Revista Siete Días, 1976, Borges responde a Pinky, Raúl Lavié, Tato Bores, Vinicius de Moraes, Jorge Schussheim, Edmundo Rivero, Antonio Carrizo y otros]








PINKY

—Las respuestas chocantes que a veces suele dar usted a los periodistas ¿reflejan lo que realmente piensa o dice esas cosas por simple divertimento?

—Debo admitir que siempre actúo ingenuamente y los resultados suelen escandalizar. Precisamente, en los Estados Unidos tuve varias entrevistas y en todas noté que había una reverencia por los negros. Entonces les expresé mi asombro porque no descubría los motivos de tal actitud. Les dije que todo el mundo sabe que los diálogos de Platón, que la Biblia, que Shakespeare, que la obra de Víctor Hugo han sido escritas por los negros y, por lo tanto, para qué insistir, cuando los negros han reducido a la esclavitud a los blancos durante mucho tiempo. Era preciso, pues, reconocer su superioridad.



VICENTE FORTE

—¿Por qué en sus obras los imagineros no son figuras argentinas?

—No creo haber empleado nunca la palabra imaginero. Hay viejas mitologías de origen germano, por ejemplo, que me son muy queridas, por eso usé muchos de sus elementos en mis obras. Por otra parte, cuando yo, muchos años atrás, insistía en los compadritos y las esquinas rosadas, no hacia más que pintoresquismo; en cambio, en cuentos más recientes como La muerte y la brújula, donde no me esforcé por lograr ningún sabor local, la presencia de Buenos Aires, aunque encubierta, no se puede obviar.

—De todos los pintores que conoció en su vida, cuál es el que más recuerda?

—He conocido muchas personas en mi larga vida y sólo ante tres he sentido le presencia del genio: el español Rafael Cansinos Assens que podía saludar al sol en veinte idiomas y que ha realizado la mejor traducción que existe de Las mil y una noches, Macedonio Fernández y el pintor Xul Solar, un hombre algo extravagante y un genio múltiple.



RAÚL LAVIÉ

—¿Cuál era la deshabitada calle del Once en que se encontró con Macedonio Fernández?

—En realidad, yo lo encontré en la confitería La Perla del Once, en Jujuy y Rivadavia. Era un hombre de genio, Macedonio. Yo creo que no conocí a ninguna persona que me haya impresionado tanto como Macedonio Fernández, pero no me refiero a sus escritos. Macedonio no le daba importancia a lo que escribía. Jamás corrigió pruebas, a mi me dijo que él escribía para ayudarle a pensar.

—¿Por qué no lo quiere a Piazzolla?

—Porque yo he trabajado con él y me he dado cuenta de que no tiene oído. En él se conjugan su sordera musical y poética.



TATO BORES

—¿Qué va a decir el día en que finalmente le den el Premio Nobel?

—Ya hay una tradición de que no lo gane. Yo nací el 24 de agosto de 1899 y, desde entonces, no me han dado el Premio Nobel. Durante estos 77 años la tradición se ha mantenido firme. Inclusive en este momento, en que respondo, no lo estoy recibiendo. ¿Por qué causa va a quebrarse eso? ¿Por la ley de gravedad? Los factores que determinan la elección son extraños. Fíjese si no en el caso del poeta bengalí Rabindanath Tagore: sospecho que es más lindo, que es más sorprendente elegir a una persona con turbante, vestido de celeste y con una larga barba blanca. Es un éxito de lo pintoresco, de lo inesperado, creo que el mismo elegido debió estar muy escandalizado: sabía muy bien que lo que escribió no era para tanto.



VINICIUS DE MORAES

—¿Su obra refleja su vida o es toda ficción?

—Yo diría que es todo autobiográfico. No puedo crear personajes como lo hace Dickens. El único personaje soy yo. En todo caso, me imagino situaciones de otros. Diría que la mía, es una obra muy íntima: estoy convencido de que sólo lo íntimo tiene fuerza estética. Y aún cuando escriba ficciones, mas allá de la geografía, más allá de la historia, en la medida en que es posible alejarse de ambas, soy un narrador íntimo.




JORGE MONTES

—¿Es cierto que usted declaró que no le gusta Gardel porque tenía la cara parecida a la de Perón?

—No recuerdo haber visto retratos de Gardel, pero lo conocí. Fue en un cinematógrafo donde daban La ley del hampa de von Stemberg, tras la función, actuaba Gardel pero como a Pepe Mastronardi y a mí nos había gustado mucho la cinta, nos fuimos de la sala. A mí, personalmente, no me gustaba ese cantante y tengo entendido que al propio Gardel no le gustaba el tango, pero sus amigos lo llevaron a eso. El decía que no podía cantar algo que no sintiera, pero sin embargo, allí estaba la fama esperándolo.


—¿Cómo justifica usted que en un cuento suyo aparecido en una revista femenina, un lumpen no pronuncie una sola palabra en lunfardo?


—Lo injustificable es que lo haya publicado. Pero debo advertirle que los malevos no usan lunfardo, esa es una característica del sainete. Yo me he criado en Villa Luro entre malevos y no he tenido tiempo de estudiar lunfardo.



BROCCOLI

—¿Vería con agrado que así como ocurrió en el cine, sus cuentos fueran adaptados para la televisión?

—Lamentablemente, algún cuento mío fue llevado al cine. Pero lo hizo una persona que se llamaba Torre... Torre Nilsson, pero no le salió muy bien. También algunos se sorprenden cuando les digo que en la película Invasión no tuve nada que ver. Yo le permití a Hugo Santiago que pusiera mi nombre porque el joven no quería aparecer como guionista y director a la vez, pero le anticipé a Santiago que yo no podía creer en su argumento. Otra experiencia nefasta fue con El muerto, que está basado en un cuento mío, pero yo no tengo nada que ver con el texto del guión, ni siquiera lo vi. Sé que incurrieron en una sarta de disparates: la historia se desarrolla en una estancia cimarrona, en el norte de la República Oriental sobre la frontera con Brasil y ahí aparecen gauchos jugando al billar. Yo, que conozco esas estancias porque pasé la noche en una de ellas, recuerdo que dormí en catres y que no había ningún billar por ahí. Yo no querría que hicieran nada mío en televisión, aunque no soy quien maneja esos asuntos, sino la editorial que tiene mis derechos. No me gusta la televisión, además, si se hiciera algo en ese medio, sería para aprovechar la propaganda previa. Ocurriría lo mismo que cuando trasladan novelas al cinematógrafo. Por eso yo prefiero que usen mis argumentos, pero sin poner mi nombre, ni el del cuento. A mí no me preocupa que me plagien ni tampoco voy a hacer ningún juicio si lo hacen.



TOQUINHO


—¿Qué prevalece en el acto de la creación: lo emocional o lo racional?

—Yo creo que se trata de dos hechos sucesivos; se empieza por lo emocional. Ocurre que aparece la posibilidad de un poema, un cuento o lo que fuera y uno lo concreta cuando en esa reacción interviene lo intelectual. Sin embargo, hay dos teorías opuestas: la clásica, de la musa y la inspiración, y la de Poe (y es raro que un poeta de su genio la formulara) que habla de la concepción estética de la composición. Yo disiento con eso. Todo poema construido intelectualmente, se resiente en forma notable. Si yo me tomara como ejemplo, podría descubrir con humildad que al comienzo se puede ver el espíritu de la musa, incorporándose luego lo intelectual. Coincido con Oscar Wilde cuando dice que si no fuera por las formas clásicas del verso, estaríamos a merced del genio.



JORGE SCHUSSHEIM

—¿Tiene intención de dejar alguno de sus libros sin firmar para que dentro de unos 10 años sea casi un incunable, una reliquia de museo?

—Esto es algo que afirmo con frecuencia; he firmado tantos de mis ejemplares que el día que me muera, va a tener gran valor el libro que aparezca sin mi firma. Estoy convencido de que algunos intentarán borrarla para que su texto no se venda tan barato.



EDMUNDO RIVERO

—¿Cree que la inspiración está hermanada con las vivencias?

—Como toda mi obra es autobiográfica la inspiración nace, entonces, a partir de una serie de vivencias intransferibles.


—¿Cómo ve a Buenos Aires desde el punto de vista de sus expresiones culturales?


—Ahora las manifestaciones culturales son más numerosas, pero probablemente antes fueran más sólidas. Yo creo, por ejemplo, que Lugones o Banchs eran mejores que yo. ¿No le parece?



CARLOS GARAYCOCHEA

—¿Qué es lo que haría primero sí volviera a ser niño? 


—No puedo imaginarme otro tipo de vida para mi que ésta que llevo. Sin embargo, en ocasiones se me ocurre que podría hacer algo mejor de lo que hice, pero esto es absurdo a los setenta y siete años.

—¿En qué objeto le gustaría reencarnarse? 

—No me gustaría reencarnarme en nada. El día que ocurra, quiero morir íntegramente, en cuerpo y alma.



ANTONIO CARRIZO

—¿Por qué borró de su biblioteca El tamaño de mi esperanza?


—Porque era muy malo, era un remedo del Lunario sentimental de Lugones. Prefiero olvidarlo. Permití que se publicaran mis obras completas para omitir El tamaño de mi esperanza y las Inquisiciones, dos títulos que prefiero no recordar.

—¿Por qué, habiendo sido siempre un poeta medido, austero, que hasta abominó del tango por considerarlo sentimentalista, en sus últimos poemas se muestra sentimental y confidente?

—Los años me han dado cierta impunidad. Tengo una clara imagen de lo que soy y es por ello que sospecho que puedo hacer cualquier cosa y eso no modificará lo que piensen de mí. Debo agregar no obstante, que el tango canción, mejor dicho, la milonga de hace muchos años, me gustaba bastante.



ADOLFO PÉREZ ZELASCHI

—¿Usted se considera un hombre inteligente?


—Conozco muchas personas más inteligentes que yo, pero nombrarlas no significaría para ellas ningún halago.







En revista Siete Días Ilustrados. Año X, Nº 483
Buenos Aires, del 17 al 23 de setiembre de 1976
Imagen y texto digitales ©Mágicas Ruinas
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