12/9/17

Oscar Peyrou: Esmeralda 860. A propósito de recuerdos de Borges, Bioy y Gombrowicz







Los veía tan a menudo, que no recuerdo casi nada de ellos. En el piso de mis tías, en la calle de la Esmeralda, siempre había invitados. Aunque hablaban todos los días por teléfono, Bioy y Silvina Ocampo no aparecían casi nunca por ese lugar enorme, luminoso y oscuro. Para mí, era la casa de Julia y Graziella, aunque también ahí vivía mi tío Manuel. Era un quinto piso y tenía un balcón de hierro. Cuando miraba hacia abajo, me daba vértigo. En la década de 1940, Borges pensó en suicidarse arrojándose desde allí.
Borges, su hermana Norah, su madre y  Adolfo  de  Obieta  (hijo de Macedonio Fernández) iban a todas las celebraciones familiares.  Una vez, Norah apareció con su marido, Guillermo de Torre.  Lo invitaron a acomodarse en el sillón en el que se sentaba mi abuelo  un sacrilegio y se quedó allí, al margen.
La voz de Norah era extremadamente aguda y decía con frecuencia "querido". Por eso contrastaba con su hermano. Borges siempre iba vestido de gris y casi nunca hablaba de literatura. Manuel y él solían hacer chistes y juegos de palabras. Pero se reían poco. Una vez hubo una discusión entre Borges y Xul Solar sobre cómo se pronunciaba la palabra fuego en islandés antiguo. La diferencia se limitaba a una vocal. Xul Solar era pintor y había inventado un juego. Lo llamaba el Pan-Juego. Era una especie de ajedrez tridimensional que se jugaba en tres tableros paralelos. Las piezas, además de su valor original, representaban un color, una letra, un número y un sonido. Cada movimiento tenía por finalidad un acorde, una representación cromática, una cifra y una frase. Creo que en Buenos Aires sólo había una persona capaz de jugar con Xul. Cuando murió, su viuda le confesó a Julia: "Cuando nos casamos, me regaló el Este".
Julia y Norah eran muy amigas. Las dos pintaban ángeles. La madre de Borges era pequeña y cariñosa. Amaba a Eça de Queiroz. Parecía muy dulce. Me sorprendió enterarme que controlaba tanto a su hijo. Durante unos años también iba a la casa de Esmeralda el cubano Virgilio Piñera. Era simpático y fumaba. Creo que a Manuel no le caía muy bien. Tampoco Witold Gombrowicz, muy amigo de Graziella.
En cada uno de los dormitorios de los hermanos reinaban diferentes ídolos. En el de Julia, Joyce, Cary, Klee, Chagall, Lord Dunsany; en el de Manuel, Faulkner, Edgar Lee Masters, Capote, Sandburg, y en el de Graziella, Dickens y Bernard Shaw de quien estaba enamorada.
Julia tenía los ojos azul oscuro y el aspecto etéreo de los ángeles de sus cuadros. Le gustaba más Klee que Picasso. Cuando murió, yo ya estaba en Madrid. Para despedirme, apoyé suavemente la mano sobre una de sus acuarelas. Manuel era, según Borges, un hombre reservado. Algo extravagante y generoso. Yo pensaba que le gustaba Faulkner porque en alguna de las novelas del autor norteamericano los protagonistas son un tío y su sobrino.
Las pasiones de Manuel Peyrou fueron la literatura, las mujeres, los juegos de palabras, la gastronomía y las paradojas. Siempre imaginé que, con cierta perversidad, él y Bioy narraban sus conquistas a Borges y que éste seguía esos amores ajenos con nervioso interés y turbación.
Manuel tuvo una novia que murió durante una operación sencilla. Ella tuvo una premonición porque le dejó dinero para que publicara su primer libro. Cuando me enteré de esta historia mi tío adquirió un trágico prestigio. Cuando estaba ausente, buscaba en su habitación rastros de esa mujer misteriosa. Solo hallé una caja de cartuchos Remington del 32 largo con la punta chata y una ristra de petardos rojos.
Se consideraba un aventurero sedentario. En una entrevista dijo: "Me gusta la aventura cuando ésta es tan cómoda como la ausencia de aventura. Me parezco a ese personaje de un cuento inglés que quería cometer un desliz siempre que el desliz fuera confortable, honesto, apropiado a la clase media de su país, y entonces decidió raptar a su mujer, con lo cual conciliaba la aventura con la respetabilidad".
Graziella hacía traducciones y escribía cuentos. Una vez, tras su muerte, estaba hojeando una biografía de Gombrowicz y la vi en una fotografía con el escritor polaco, que la menciona en varias cartas. Fue una sorpresa. Severo Sarduy me había dicho que mis tías tenían uno de los salones literarios más importantes de Buenos Aires. Es una exageración. Imagino que para ellas, un salón literario era algo vulgar. Sólo se trataba de amigos que pasaban a tomar el té. Para ellas el asunto no debía tener mayor importancia.
En El País, Madrid, 29 de marzo de 2003
Retrato de Jorge Luis Borges, Foto ilgiornale.it

11/9/17

Jorge Luis Borges: Sarmiento




Antes de la historia está el mito y por ese crepúsculo andan formas que, incomprensiblemente, son otras: el hombre que también es un pez, el águila que también es león, el hombre con cabeza de toro, como Dante lo soñó, a través de unas ambiguas palabras de las Metamorfosis, el toro con cabeza de hombre. Tales monstruos pueden ser fruto de un arte combinatorio de la imaginación, ciertamente más prodigiosa que la de Lulio, pero también pueden figurar la sospecha de que cada cosa es las otras y de que no hay un ser que no encierre una íntima y secreta pluralidad. Sarmiento, creo, fue un hombre deslumbrado y casi cegado por la simultánea y doble visión de una miseria actual de la patria y de una futura grandeza. En los muchos volúmenes de su obra son muchos los lugares que atestiguan esta contradictoria visión; acaso ninguno es más claro que este fragmento de una carta que escribió desde Chile a Juan Carlos Gómez y que Luis Melián Lafinur ha dado a la imprenta: “Montevideo es una miseria, Buenos Aires una aldea, la república Argentina una estancia. Los estados del Plata, reunidos, son un casco de potencia de primer orden, un pedazo del mundo, frente de la raza humana, enfrentada en América, la tela para grandes cosas”. Wilde pensaba que en cualquier momento de nuestra vida somos todo lo que hemos sido y todo lo que seremos; Sarmiento parece haber sentido en cada faceta del tiempo la esencia múltiple de la patria. Su despiadada percepción de la pobre realidad del país fue, sin duda, un escándalo para quienes lo veían magnificado por el sentimiento romántico o por el sentimiento neoclásico; su percepción fastuosa de una grandeza venidera o latente fue, sin duda, un escándalo para quienes no percibían sino la realidad mediocre o atroz. Él veía el anverso y el reverso, y los dos a un tiempo y los dos con una claridad de relámpago.
En la niñez el Facundo nos ofrecía el mismo deleitable sabor de fábula que las invenciones de Verne o que las piraterías de Stevenson; la segunda dictadura nos ha enseñado que la violencia y la barbarie no son un paraíso perdido, sino un riesgo inmediato. Desde mil novecientos cuarenta y tantos somos contemporáneos de Sarmiento y del proceso histórico analizado y anatematizado por él; antes lo éramos también, pero no lo sabíamos. El color temporal y el color local son otros ahora, pero las páginas de Sarmiento nos muestran de un modo irrefutable y terrible su actualidad o eternidad.
Buenos Aires, febrero de 1961
En diario La Nación, Buenos Aires, 12 de febrero de 1961
Y en La Gaceta, publicación del Fondo de Cultura Económica, México, Año VI [7], Nº 80, abril de 1961
Y en Páginas de Jorge Luis Borges seleccionadas por el autor, Buenos Aires, Celtia, 1982


Luego en Textos recobrados 1956-1985
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi 
© 2003 María Kodama 
© Emecé editores Buenos Aires, 2003



Véase también: Sarmiento y Sarmiento

Imagen: Sarmiento por Auguste Rodin en los Bosques de Palermo
Interesante dónde está emplazada: Los predios de Rosas, mirando hacia fuera
Foto: Isaías Garde, 2007

10/9/17

Carlos Mastronardi: Borges






XXIII

Una vez más hacemos memoria de las opiniones y pareceres que oímos de labios de Borges a lo largo de muchos diálogos animosos. Una parte considerable de nuestra reconstrucción corresponde a sus años de juventud, pero es evidente que no seguimos aquí un orden estrictamente cronológico. Nos libramos a los azares del recuerdo y del olvido, proceder que justamente por antimetético acaso permite recuperar la fluidez y el sabor de una conversación que se renueva a través de muchos días. Borges (ese doctor Johnson sudamericano de quien somos el atento Boswell), acuña juicios y observaciones sin recurrir a énfasis alguno, como si buscara con inocencia, ajeno a los efectos que originan sus palabras, el esclarecimiento de una cuestión que le preocupa. El tono y el ritmo entrecortado de sus frases dejan la impresión de que está pidiendo excusas por cuanto dice. Se advierte que huye de la brillantez y disimula sus aciertos.
Al pasar junto al atrio de una iglesia, oímos la voz de un mendigo. Después de responder a su llamado, planteamos el inmemorial problema estético: ¿por qué razón el mendigo del teatro o de la novela puede conmovernos más que su modelo real? No ha de ser arriesgamos porque el alma humana se nutre de ficciones. Borges habla:
"Nos conmueve más porque lo conocemos. En el transcurso de dos o tres horas podemos mirarlo de un modo no eventual. El que acabamos de ver es apenas una imagen, una percepción suelta que estuvo en nuestro espíritu unos pocos segundos. En ese término, que es el de una instantánea impresión visual, no pudimos identificarnos con él. Con mucha frecuencia, la vida cotidiana sólo nos suministra sombras. Atado a preocupaciones y tareas, el espíritu mira sin ver. Por cierto, estos descosidos pareceres no jubilan tan compleja cuestión".

XXIV

Borges sólo siente el deleite de la música a través de las palabras. En el terreno literario, desde sus años de juventud, cuando todavía su visión era normal, se muestra distante y apartado de los efectos plásticos, de los modos expresivos que tienden a rescatar colores. Todo artista es un centro vivo de afinidades y oposiciones. En cierta medida, Borges se forma por oposición al Modernismo, cuyos adeptos abundan en hallazgos cromáticos. Apenas cumplidos los 23 años, como lo declara de manera explícita el prólogo de Fervor de Buenos Aires, su primer libro, se decide por la opacidad y practica una poesía voluntariamente despojada de alusiones al mundo externo. No entra en sus planes el esplendor que se alcanza por la vía descriptiva. Si nos atenemos a los fines que se propone, habrá de parecernos extraño que la música arte cuya única condición es el tiempo no resuene en su intimidad, por cierto compleja y rica. Descartada la sustancia extensa, se diría que ninguna de las artes sujetas al principio de sucesión puede ser ajena a su alma. Sin embargo, oye algunas piezas musicales con la misma indiferencia con que oye al doctor Capdevila. Las rapsodias de Brahms constituyen una excepción digna de mencionarse. El agrado que en él suscitan estas obras de raíz popular es aprendizaje y don de Graciela Peyrou, cuya hospitalidad melodiosa rinde así buen fruto.
Por lo demás, siempre que se habla de música, Borges se limita a decir que le gustan mucho los tangos. Acaso se trate de una actitud que viene de su primera mocedad y que ahora reitera, con alguna coquetería, de manera automática. No se esfuerza por conocer el orbe puramente temporal del concierto y la sinfonía. Ya transpuestos sus 40 años, lo invito a una audición de violín a la que debo asistir por obligación periodística. En la puerta del desaparecido teatro Ateneo, lugar del espectáculo, aclara con timidez: 
"Creo que es la segunda vez que asisto a un concierto".
La luz de la sala es precaria; en un entreacto, alguien se queja de la escasa visibilidad. Como tantos otros, el quejoso quiere apreciar la proeza física, el esfuerzo muscular del violinista. De tal modo, el arte se vuelve fisiología. Borges observa que la luz no es necesaria: 
"El violinista no ejercita un arte del espacio. Podemos estar a oscuras".

XXXVII

Agosto de 1948. Hoy me encontré con Borges, quien me habló de la muchacha a la cual profesa una ternura unilateral. (Por lo visto, "mi pecho es de violetas para la confidencia", como diría M. Fernández). 
Alimento del recuerdo y del venidero análisis, esa cruel aporía, esa indiferente belleza —según la define le trae una dicha que ya quiere ser desdicha. Evocó de este modo sus últimos encuentros con ella: "Era tan agradable su compañía, me alegraba tanto poder nombrarla y sentir el resplandor de su cabellera, que casi olvidé la indiferencia que me destina". En otra ocasión, quizá bajo un estado de ánimo más sombrío, me confió que estar con ella, salir con ella, son hechos que subrayan la imposibilidad de interesarla y atraerla. "Cuando hay varias personas, agrega lo íntimo no pesa y se borra esa triste impresión". Es evidente que cultiva el infortunio con lúcida complacencia. Como todo lo habitual, ese infortunio ya se ha vuelto benigno, llevadero.

XL

El interés que en el despiertan los libros, nada tiene de sistemático. No se somete al orden sucesivo que fijó el autor, sino que saltea páginas o vuelve sobre las ya leídas, según las exigencias de su curiosidad y de su gusto. Se detiene aquí y allá, retoma la marcha y a veces prescinde de algunos capítulos, pues su naturaleza le impide hacer de la lectura una grave ceremonia, y mucho menos un deber fríamente impuesto a su espíritu. Quizá no leyó todo el Quijote; quizá no leyó todas las cláusulas y períodos que integran El mundo como voluntad y representación, pero vuelve siempre a esas obras, con las cuales mantiene íntimo trato desde sus años mozos. A lo largo de lustros y decenios, muchas noches lo vieron repasar las páginas de aquellos libros que, si ya no le traen sorpresa, hoy como ayer responden a sus apetencias profundas. Regresa a los pasajes o las líneas que lo tocan de manera esencial. No asume la obligación, pongamos por caso, de estudiar todo Berkeley, todo Hume o todo Carlyle, pero siempre está con ellos. Por lo demás, Borges separa con prontitud lo principal de lo accesorio. Su agudeza inquisitiva le permite discernir y desprender, aun de los textos más farragosos, la virginal riqueza que nos traen. Esta pericia de rastreador merece destacarse; es sabido que muchos lectores se pierden en la maraña de frases digresivas y de proposiciones incidentales que acumulan filósofos y ensayistas.
Respecto de las novelas, Borges estima que, a diferencia de las narraciones breves, son obras para entrar y salir, pues en ellas importan los quietos caracteres o los graduales ambientes, no los hechos que se precipitan hacia un fin determinado. El deleite que encuentra en Proust y en Joyce es de tal índole que no puede seguirlos con el solo afán de informarse acerca de ellos, como si fueran dos objetos de solemnes estudios monográficos. Borges los llama y convoca desde su propia intimidad, sólo atento al noble agrado que le dispensan. De ahí que pueda hablar de estos escritores y de muchos otros, clásicos o modernos, con la misma soltura con que habla del reciente acto literario o del amigo con el cual acaba de encontrarse.

L

Hacia el cuarenta y tantos, cuando la guerra mundial es el tema o la pesadilla de todos, Borges publica un libro de relatos fantásticos. Los diarios, con atención excluyente, dedican numerosas páginas a las operaciones militares que se cumplen en Europa, en Asia y en África. No obstante tratarse de una obra excelente, de una obra que en cierto modo corrige o atempera la excesiva realidad que viven los hombres, la de Borges sólo obtiene un breve comentario periodístico. Fuera de esa mínima gacetilla, ningpun eco, ninguna resonancia. Pero se resigna a ese dilatado silencio y formula esta pregunta con ánimo sereno: 
"¿Cómo competir con el bombardeo de Londres?".

LI

Afirma que son dos las grandes fuentes en que abreva la cultura occidental. Estas antiguas fuentes surten de mitos, símbolos y alegorías a todo el mundo civilizado. El sitio de Troya y el sacrificio de Cristo Helena y la Cruz son los incesantes manantiales donde bebemos. Y agrega con voluntad de síntesis:
"Dos agonías inmortales la agonía de un Dios humanizado y la de una ciudad largamente sitiada por el hierro y el fuego viven en la memoria de los hombres y renuevan sin cesar las posibilidades del arte."

LIV

Se habla de la dietética criolla y se elogian algunas costumbres culinarias locales. Borges menciona con agrado la mazamorra, el dulce de leche y el pastel de humita, pero dice que no es adepto al puchero. Su rechazo, por ser de índole abstracta, excluye la decisión inmediata de los sentidos: 
"No me gusta el plato heterogéneo. Tiendo a lo elemental. La carbonada y el puchero, en mi opinión, por cierto falible, son nuestros platos más barrocos, más parecidos a las mixturas de Góngora y de Gracián. Poco entiendo de estas cosas. Además, es muy bueno comer pero no es tan bueno hablar de comidas."
Cierto escritor francés, huésped de Buenos Aires y muy aficionado a la buena mesa, pregunta a Borges cuál es nuestro plato nacional típico. Con bien sazonada ironía, éste responde que los ravioles.

LVII

El poeta Francisco Luis Bernárdez, cuyo teísmo se lleva bien con la filosofía de Unamuno, cita algunas páginas de El sentimiento trágico de la vida y afirma que la inmortalidad personal, con la plena posesión del pasado, constituye el punto de partida de toda indagación metafísica, por ser el problema previo a todo problema. Borges observa que se trata de una cuestión subordinada, ya que primero debemos saber en qué madera estamos plasmados y cuáles son los fines del universo, si es que realmente responde a fines inteligibles. Piensa que la inmortalidad personal, en un mundo de espectros que no llevan rumbo alguno, carece de sentido: la perennidad del alma requiere justificación y solicita coherencia. ¿Para qué fatigarlo a Dios?

LXXIII

El novelista M. L. cultiva cierto dandysmo intelectual que se resuelve en humoradas y extravagancias siempre llamativas. La gente letrada lo mira con prevención, y a veces con desafecto. Sin embargo, las honras y las distinciones lo ponen en evidencia. Entre irónico y asombrado, Borges comenta: 
"M. L. es el hombre más aborrecido y más agasajado de Buenos Aires ¿No es raro? Uno oye censuras pero presencia banquetes innumerables."

LXXV

Se refiere a cierto escritor que languidece entre costosos objetos suntuarios. En su casa pueden verse dice muchas cosas que deparan bienestar, pero el destino literario de ese poderoso es incierto. Estas circunstancias personales lo llevan a la siguiente conclusión general:
"El adulto no identifica la felicidad con la mera posesión de objetos. A diferencia del niño, los artefactos no le traen dicha. El hombre realmente adulto no desea cosas; más bien codicia símbolos."


En: Mastronardi, Carlos; Borges
Academia Argentina de Letras, Buenos Aires (2007)
Fragmentos publicados en La Nación, 22 de julio de 2007
Ilustración: Borges y Mastronardi, por Cejas

9/9/17

Dos Cartas sobre «El Desafío» de Jorge Luis Borges








(La publicación de uno de los capítulos [El Desafío]
que integran la «Historia del tango» valió
a su autor estas dos cartas, que ahora enriquecen el libro)
C. del Uruguay (E. R.),
27 de enero de 1953
Señor 
Jorge Luis Borges
He leído en La Nación del 28 de diciembre «El Desafío».
Dado el interés que usted manifiesta por hechos de la naturaleza del que narra, pienso que le será grato conocer uno que contaba mi padre, fallecido hace muchos años, diciéndose testigo presencial del mismo.
Lugar: el saladero «San José» de Puerto Ruiz, próximo a Gualeguay, que giraba bajo la firma Laurencena, Parachú y Marcó.
Época: Allá por los 60.
Entre el personal del saladero, casi exclusivamente de vascos, figuraba un negro de nombre Fustel, cuya fama como diestro en el manejo del facón había trascendido los límites de la provincia, como usted verá.
Un buen día llegó a Puerto Ruiz un paisano lujosamente vestido al estilo de la época: chiripá de merino negro, calzoncillo cribado, pañuelo de seda al cuello, cinto cubierto de monedas de plata, en buen caballo aperado regiamente: freno, pretal, estribos y cabezada de plata con adornos de oro y facón haciendo juego.
Se dio a conocer diciendo que venía del saladero «Fray Bentos», donde se había enterado de la fama de Fustel, y que, considerándose muy hombre, deseaba probarse con él.
Fue fácil ponerles en contacto, y no habiendo motivos de ninguna clase de malquerencia, se concertó el lance para el día y hora determinados, en el mismo lugar.
En el centro de una gran rueda formada por todo el personal del saladero y vecinos, comenzó la pelea, en la que ambos hombres demostraban admirable destreza.
Después de largo rato de lucha, el negro Fustel consiguió alcanzar a su rival con la punta del facón en la frente, haciéndole una herida que aunque pequeña empezó a manar bastante sangre.
Al verse herido, el forastero tiró el facón y, tendiéndole la mano a su contrincante, le dijo: «Usted es más hombre, amigo».
Se hicieron muy buenos amigos, y al despedirse se cambiaron los facones en prueba de amistad.
Se me ocurre que manejado por su prestigiosa pluma, este hecho, que creo histórico (mi padre nunca mintió), podría servirle para rehacer el libreto de su film, cambiando el nombre de «Los orilleros» por «Nobleza Gaucha», o algo parecido.
Lo saluda con especial consideración
Ernesto T. Marcó

§§§
Chivilcoy,
diciembre 28 de 1952
Señor Jorge Luis Borges, en La Nación

De mi distinguida consideración:
Ref.: Comentarios a «El Desafío» (28/12/52)

Escribo esto con un propósito de información y no de rectificación, por cuanto lo esencial no sufre alteración alguna, variando sólo algunas formas del hecho.
Muchas veces escuché a mi padre detalles del duelo que sirve a la sustancia de El Desafío aparecido en La Nación de hoy, quien a la sazón habitaba en un campo de su propiedad sito en las proximidades de la «Pulpería de Doña Hipólita», cuya playa aledaña fue el escenario en que se desarrolló el terrible duelo entre Wenceslao y el paisano azuleño —el mismo visitante se lo dijo a Wenceslao que procedía del Azul, hasta donde llegaran las mentas de la destreza de éste— que vino a dirimir posiciones.
Cerca de una parva de pasto seco comieron los rivales, seguramente estudiándose, y cuando tal vez los ánimos se acaloraron, vino la invitación a un visteo hecha por el sureño y aceptada en el acto por el nuestro.
Saltarín como era el azuleño, resultaba inalcanzable para el facón de su rival, prolongándose la lucha en perjuicio de Wenceslao. Desde arriba de la parva un peón de Doña Hipólita, que había cerrado la puerta de su pulpería en vista del cariz de la cuestión, presenciaba atemorizado las alternativas de la pelea. Resuelto Wenceslao a obtener una decisión, descubrió su guardia ofreciendo su brazo izquierdo protegido por el poncho que tenía arrollado. Cayó como el rayo el del Azul con un terrible hachazo descargado sobre la muñeca de su contrincante al tiempo que la punta aguzada del facón de Wenceslao lo alcanzaba en un ojo. Un alarido salvaje rasgó el silencio de la pampa, y el azuleño puesto en fuga se refugió tras la sólida puerta de la pulpería mientras Wenceslao pisaba su mano izquierda sostenida por una tira de piel y de un tajo la separaba del brazo, metía el muñón en la pechera de su blusa y corría tras del fugitivo, rugiendo como un león y reclamando su presencia para continuar la lucha.
Desde ese entonces a Wenceslao se le conocía por el manco Wenceslao. Vivía de su trabajo en tientos. Nunca provocaba. Su presencia en las pulperías fue prenda de paz, pues bastaba su enérgica advertencia proferida calmosamente, con su voz varonil, para desalentar a los pendencieros. Dentro de esa pobreza fue un señor. Su vida sencilla tuvo trascendencia, porque su orgullosa personalidad no toleró el insulto y ni siquiera el desdén, y su profundo conocimiento de las debilidades humanas le hizo dudar de la imparcialidad de la justicia de aquel entonces y por eso acostumbróse a hacérsela por sí mismo. Ahí estuvo su error, en cuanto a su propia conservación.
La trastada de un gringo lo obligó a proceder, y de allí partió su desgracia. Una numerosa comisión policial integrada por civiles lo acorraló en una pulpería adonde fuera en busca de los vicios. La lucha a arma blanca, de 5 a 1, se resolvía ventajosamente para Wenceslao cuando el certero disparo de un civil tendió para siempre al héroe del cuartel 13.
Lo demás es exacto. Vivía en un rancho con la madre. Los vecinos, entre ellos mi padre, lo ayudaron para construirlo. Nunca robó.
Hago propicia la oportunidad para saludar al talentoso escritor con expresiones de mi admiración y simpatía.
Juan B. Lauhirat



En Evaristo Carriego (1930)
Imagen: Borges por Leon Anthony Enriquez (2014) [+]


7/9/17

Jorge Luis Borges: Por los viales de Nîmes









Como esas calles patrias
cuya firmeza en mi recordación es reclamo
esta alameda provenzal
tiende su fácil rectitud latina
por un ancho suburbio
donde hay despejo y generosidad de llanura.
El agua va rezando por una acequia
el dolor que conviene a su peregrinación insentida
y la susurración es ensayo de alma
y la noche es benigna como un árbol
y la soledad persuade a la andanza.
Este lugar es semejante a la dicha;
I yo no soy feliz.
El cielo está viviendo un plenilunio
y un portalejo me declara una música
que en el amor se muere
y con alivio dolorido resurje. [sic]
Mi oscuridá difícil mortifica la calma.
Tenaces me suscitan
la afrenta de estar triste en la hermosura
y el deshonor de insatisfecha esperanza.




Luna de enfrente, Buenos Aires, Editorial Proa, 1925
Poema excluido por Borges en la edición de 1943 y siguientes

En Textos recobrados 1919-1929 (1997)
Buenos Aires, Sudamericana, 2011


Nota de esta edición:

Luna de enfrente, 1925, contenía veintisiete poemas. Al reeditar su poesía en 1943 Borges excluyó: "Tarde cualquiera", "La vuelta a Buenos Aires", "A la calle Serrano", "Patrias", "Soleares", "Por los viales de Nîmes", "El año cuarenta" y "En Villa Alvear". Incluimos a continuación estos ocho poemas que no fueron publicados en revistas antes de la primera edición del libro. Publicamos también las primeras versiones editadas de "Los llanos" (pág. 182), "Jactancia de quietud", "Singladura" y "A Rafael Cansinos Assens" (págs. 196-197), "Montevideo" (pág. 199), "Dualidá en una despedida" (pág. 203) y "Antelación de amor" (pág. 204). Los restantes poemas que integraban la primera edición de Luna de enfrente fueron corregidos por Borges a lo largo del tiempo; puede encontrarse su última versión en Luna de enfrente y Cuaderno San Martín, Buenos Aires, Emecé Editores, 3a edición, 1995.
El colofón de Luna de enfrente dice: "Este libro se acabó de imprimir el día 4 de Noviembre de 1925 en los talleres de G. Ricordi e C. que tienen su residencia en Buenos Aires. Calle Bolívar, 1610".


Entrevista de los periodistas Paloma Chamorro, José Luis Jover y el poeta y biógrafo del autor, Marcos Ricardo Barnatán, a sus 77 años.


6/9/17

Luis Izquierdo: Eterno presente






El don más preciado de la memoria es el olvido, la conciencia de que, cortocircuitada aquélla, permanece éste en una extraña levitación que llamamos presente. Retóricamente corre el año de 1985, y Jorge Luis Borges acaba de cumplir los 86. Entre las muy escasas, ésa es una de las más paradójicas y sutiles gracias de que, disponemos. Rara además, pues el argentino provoca a menudo las convenciones heredadas, orillando una ausencia de ecuanimidad tan convencida como educada y sujeta a renovables cambios. El desconcierto periódico que ocasiona es la exacta compensación ante la rigidez del culto literario establecido. Ha contribuido al acervo, en su caso nada común, de una lengua cuyos límites intenta arbitrar la Academia. Borges recuerda a Paul Groussac, lamentándose a cada nueva edición del diccionario por los encantos que aún conservaba la anterior.


En discurso fluido, fiel y lateral como los datos que sólo están ahí para empujarnos a una búsqueda que no reside en comprobaciones puntuales, Jorge Luis Borges dicta unos relatos y una elasticidad mental improcesable. Sencillamente, hace acopio de una biblioteca sin títulos ni autores, absorbidos todos como están en la pura evocación imaginativa del emancipado.
Perplejidad, indiferencia y ambigüedad. Se diría que el paradójico visionario o el único dotado de certeros ojos reclama para poder seguir tirando esa rasa trinidad irreductible de realidades que postula como derechos para el receptor postrero del mínimo consuelo inútil que es la literatura. Han pasado tantas cosas y parecen pesar tan poco, que esa doble conciencia viene a anular el orgullo de quien se escandaliza, con toda razón, de que no estalle de una vez la rebeldía o de un solo golpe concluya la impostura. Mas ya que permanece la imposibilidad de la primera y sería temeraria la creencia en la repentina eliminación de la segunda, su decir se limita a mantener a raya las asechanzas e intenta modos de decir distantes y reparadores de esa pertinacia, irreductible también, que es la existencia.
Frágil balance pensativo
Es un decir de frágil balance pensativo, nunca detenido en un fiel inmóvil y que se prolonga en poemas o narraciones permutables. Esos poemas y prosas se intercambian matices y rehúyen el tono declaratorio. A fuer de conservador, Borges resulta indefinible como la inaveriguable línea de separación si existe entre el deslizamiento de poesía a narración y ensayo en sus páginas.
Como ciudadanos de Babel es imposible no reconocernos en Borges. Su rioplatense (ese correctivo natural frente a las discriminaciones del maestro Castro) alberga tanta savia europeo americana que los sonetos llegan a redimir, por ejemplo, la gastada utillería de los recursos para el pulimento. Jugando a la eternidad en inglés o alemán (de Everness a Ewigkeit), desgrana su admirable y monótona variación disidente contra lo castizo. Y contribuye así tanto más a conservar aun frente a sus opiniones, aleatorias al fin como la evaluación que de sus cuentos hace para mantener el reto con los lectores la relación viva con algún autor tal vez no tan eximiamente menor como él. Sin duda nos ha enseñado a verlo todo más contingente, en un medio expresivo demasiado proclive a los pronunciamientos tajantes. Seguiré gustando, tal vez mejor, de Antonio Machado y de García Lorca, de Alberti y de Hernández, de Baroja y de Galdós, pero no me quedará más remedio que comprender la mirada reticente de un antípoda imprescindible.
Jorge Luis Borges difumina la determinante anfractuosidad de las rotundidades sólidas que con frecuencia coagulan el castellano. Con el adverbio al frente el matiz por delante, su frase pierde la pasión por emitir un juicio y deviene suasoria. El castellano más dialogante y sutil, el más capaz de un juego dilatador de posibles coloquios infinitos, es la difícil sencillez de Borges.
¿Pero hay coloquios posibles, verdaderos, sin pasión que los reactive? Ante la historia parecería que Borges se siente después de la historia, o al margen, saboreando la agridulce atmósfera del presente. Puede desconcertar (¿todavía?) su utópico no ha lugar de un hombre que está cansado, pero siempre permanecerá con nosotros el sentido, de una lengua recuperada en sus travesías con Melville, Kafka, Henry James o el mismo Julien Green. El don más preciado de la lengua, decía, es la entreverada conjugación de la memoria y del olvido. No hecha, por supuesto, coágulo de agravios ni arsenal de deslumbramientos áureos, sino comunicación fluida de bondad e inteligencia según la ley rigurosa de Cervantes, como dijo Luis Cernuda. Ése es el único diccionario de un presente navegable. Vivir y ver; y saber, con Borges, de esa fragua, esa luna y esa tarde.
En El País, Madrid, 26 de agosto de 1985
Jorge Luis Borges, 1932, 
 Alamy Stock Photo


4/9/17

Jorge Luis Borges: "Quisiera hacerme invisible" [Entrevista con Carlos Ares, 24 de agosto de 1985]






Tal como lo había anticipado al mediodía, del sábado pasado cuando cumplió 86 años, el escritor argentino Jorge Luis Borges salió de su casa, en pleno centro de Buenos Aires, y no volvió a aparecer hasta la madrugada del domingo. Apoyado sobre su bastón y colgando de su leal secretaria, María Kodama, partió con rumbo desconocido. Borges quiere estar solo y no entiende el empeño de la gente por conocerle: "Quizá les preocupe que sea un fantasma del siglo pasado". El escritor asegura: "No existo". Y hace ya unos días había confesado sus deseos: "Quisiera hacerme invisible".
No se hizo invisible, pero decidió esconderse: "El único que sabrá dónde estoy es el reloj de arena que me regaló María Kodama, réplica de uno que tenía Kipling. Mire cómo la arena cae lentamente: dura una hora de cada lado. Pase, está allí, en mi cuarto, podrá contemplarlo cuanto quiera"."¿Estamos ahora solos usted y yo?", pregunta luego, en la intimidad del modesto cuarto. Y se alivia al comprobarlo: "Es mejor así, siempre me veo rodeado de gente que no conozco. Estoy viajando demasiado y ya me canso un poco físicamente. No sé por qué todos quieren conocerme si yo he hecho lo posible por estar solo. Si no he seguido escribiendo fue para que los jóvenes tuvieran la oportunidad de leer a otros. Pero no sé..., supongo que les preocupa la idea de que soy un fantasma del siglo pasado".
Se sienta luego en uno de los sillones del cuarto de estar, todos enfundados en limpias, viejas y sencillas telas de género gris. El teléfono se conecta a través de un largo y revuelto cable prolongador con un enchufe de plástico. Su empleada de hace 30 años, Fanny, lo atiende desde la cocina. En uno de los sillones hay una mujer joven que se presenta como poetisa y que le trae de regalo un poema suyo, "dedicado con amor", y una caja de bombones de trufa elaborados por ella misma. "¡Qué empeño!", dice Borges. La poetisa no cede, y lee sus versos en voz alta. "Es como una serenata", agrega Borges. A la segunda línea de versos, la interrumpe: "Esas palabras [lumínica y báculo] son muy desafortunadas", le dice con una sonrisa. La poetisa acusa el golpe con estoicismo y mira nerviosamente a los inesperados testigos que ocupan la sala. Hay allí, casualmente convocados por Borges, un señor de alguna organización cultural que viene a invitarle a una conferencia, un turista colorido que pasó por allí por la mañana y llamó al timbre de la casa de Borges y amigos y periodistas desconocidos que circulan sin direcciones obligatorias. La poetisa quiso que Borges comiera las trufas: "No me gustaron nunca", dijo él.

Proverbio chino

El señor de la agrupación cultural, de apellido británico, buscó un atajo complaciente y le habló en ese idioma. Borges, distraído, le hacía repetir cada tanto una palabra. De pronto, le rozó la muerte: "En el transcurrir de una larga vida, uno se impacienta frente a la muerte. He aprendido a sobrevivir recordando un proverbio chino: 'Nadie es tan viejo que no se pueda morir el año que viene y nadie es tan joven que no se pueda morir mañana'". No espera regalos o, por lo menos, dice que no los espera. Y le molesta particularmente "esa gente que hace versos, que me dedica sus cosas, bien intencionadas, pero tan malogradas". En la sala no hay ninguna señal de que allí vive uno de los grandes escritores contemporáneos, a pesar de la Academia Sueca. "Creo que ahora estoy recibiendo premios de otros países gracias a la deferencia de no concederme el Nobel. Todos se consideran obligados a compensarme". Alguien le recuerda nuevamente los 86 años. "No se preocupe por saludarme, no existo. A mi edad, es una vergüenza celebrar el cumpleaños. Es injusto".
En El País, Madrid, 26 de agosto de 1985
Jorge Luis Borges junto a María Kodama - Foto CeDoc Perfil


3/9/17

Jorge Luis Borges: La brioche







Piensan los chinos, algunos chinos han pensado y siguen pensando que cada cosa nueva que hay en la tierra proyecta su arquetipo en el cielo. Alguien o Algo tiene ahora el arquetipo de la espada, el arquetipo de la mesa, el arquetipo de la oda pindárica, el arquetipo del silogismo, el arquetipo del reloj de arena, el arquetipo del reloj, el arquetipo del mapa, el arquetipo del telescopio, el arquetipo de la balanza. Spinoza observó que cada cosa quiere perdurar en su ser; el tigre quiere ser un tigre, y la piedra, una piedra. Yo, personalmente, he observado que no hay cosa que no propenda a ser su arquetipo y a veces lo es. Basta estar enamorado para pensar que el otro, o la otra, es ya su arquetipo. María Kodama adquirió en la panadería Aux Brioche de la Lune esta gran brioche y me dijo, al traérmela al hotel, que era el Arquetipo. Inmediatamente comprendí que tenía razón. Mire el lector la imagen y juzgue.






En Atlas, con María Kodama
©1984, Borges, Jorge Luis
©1984, Edhasa
 


Foto ariba: María Kodama en Palermo (Sicilia) 1984
© Ferdinando Scianna/Magnum Photos 

Abajo: La Brioche incluida en Atlas Vía



2/9/17

Jorge Luis Borges: Versos de catorce








A mi ciudad de patios cóncavos como cántaros
y de calles que surcan las leguas como un vuelo,
a mi ciudad de esquinas con aureola de ocaso
y arrabales azules, hechos de firmamento,

a mi ciudad que se abre clara como una pampa,
yo volví de las viejas tierras antiguas del naciente [occidente]*
y recobré sus casas y la luz de sus casas
y esa modesta luz que urgen [y la trasnochadora luz de]** los almacenes

y supe en las orillas, del querer, que es de todos
y a punta de poniente desangré el pecho en salmos
y canté la aceptada costumbre de estar solo
y el retazo de pampa colorada de un patio.

Dije las calesitas, noria de los domingos,
y el paredón que agrieta la sombra de un paraíso,
y el destino que acecha tácito, en el cuchillo,
la noche olorosa como un mate curado.

Yo presentí la entraña de la voz las orillas,
palabra que en la tierra pone el azar del agua
y que da a las afueras su aventura infinita
y a los vagos campitos un sentido de playa.

Así voy devolviéndole a Dios unos centavos
del caudal infinito que me pone en las manos.



Nota:
Los asteriscos indican los cambios que hizo el autor en 1969 a la edición de 1925
*     yo volví de las viejas tierras antiguas del Occidente
**  y la trasnochadora luz de los almacenes


En Luna de enfrente (1925)

Foto: Ficheros que registran obras de Jorge Luis Borges 
en los archivos de la Biblioteca Nacional de Buenos Aires


1/9/17

Jorge Zavaleta Balarezo: Borges. Del cine a la literatura o viceversa: la obsesión “visual”







[...] En otro nivel de análisis, ubicamos a un Borges que, entre lo visual del cine y lo visual de la narración literaria, encuentra su propia y original expresión creativa. David Oubiña se refiere críticamente a esta relación al señalar que, para Borges, el cine es “una otredad sorprendente aunque no exenta de vulgaridad, un modelo envidiado y una influencia endemoniada contra la cual la literatura debe recortar y redefinir su especificidad” (133-34). Pero si sólo pensáramos en una “rivalidad” entre el cine y la literatura—una idea que, creemos, no estuvo presente nunca en Borges— el diálogo entre estas artes quedaría recortado, se volvería obtuso.

Al contrario, en cuentos como El inmortal, Borges demuestra una especificidad, sí, pero acompañada de una delectación por narrar, por contar una historia, por hacernos partícipes de sus causas y consecuencias. Al igual que el cine, la literatura opera para Borges como un artefacto cultural que llama al discernimiento y al raciocinio, pero al mismo tiempo constituye un producto anclado en una tradición clásica. Una tradición que se genera tanto en Occidente (con la influencia de los filósofos griegos y pasa por Carlyle, De Quincey, Stevenson, Chesterton y muchos otros) como en Oriente (un ejemplo es su preferencia casi obsesiva por Las mil y una noches).

Oubiña cree que Borges aprovecha los recursos del cine, y se sirve de este arte: “el vínculo se sostiene sobre un gran malentendido, porque Borges no ve en el cine otra cosa que un avatar de la literatura. Reinvierte lo que ve en la pantalla (esas “chirolas” de las imágenes) en la cuenta de los textos” (138). Pero el entusiasmo mostrado en la descripción y narración de las reseñas demuestra otra intención.

Borges está “en” el cine, disfrutándolo, apasionándose con él, actuando como uno de esos tempranos espectadores atentos a los nuevos hallazgos del cinematógrafo, a un arte que con la incorporación del sonido ha ampliado sus posibilidades expresivas. Borges sabe que el cine puede avanzar más rápido pero nunca más allá que la literatura. El cine aún es muy joven y apenas está ensayando o incorporando algunas intenciones, quizá ciertas excentricidades. Oubiña dice que Borges tiene un estrecho marco de intereses, todos sujetos o dependientes de la literatura y “ve los films sub especie literaria” (138).

En los tiempos de globalización y posneoliberalismo que nos ha tocado afrontar, y en los cuales el capitalismo tardío —según el concepto de Fredric Jameson— ha alcanzado su etapa más elaborada, cabría preguntarse si el cine, ahora mismo, no está cumpliendo la función que la literatura tenía durante el siglo XIX, las primeras décadas del siglo veinte o, por ejemplo, durante el esplendor del boom. La última narrativa latinoamericana, sus éxitos, sus crisis y desencuentros, como parte de un sistema más abarcador y global (pero no a la manera exclusivista, homogeneizadora y europea que plantea Pascale Casanova en The World Republic of Letters) ha desembocado, como otras literaturas nacionales y continentales, en un producto más específico pero no necesariamente masivo ni mayoritario, que crea desde una elite, un “gusto”, no necesariamente “popular”. El rol de los medios masivos de comunicación, encuentra su raíz en el desarrollo de la imprenta, a la cual un pensador como Benedict Anderson atribuye un papel determinante en la formación de identidades nacionales o “comunidades imaginadas”, y con el transcurso de los años se amplía y expresa en la radio, la televisión y, para el caso que nos interesa, en el cine, que vislumbra —según creo— un amplio espectro de receptores y consumidores pero al mismo tiempo limita el espacio, con todo más breve y a veces más valioso, de la literatura. Una pregunta válida es si el cine al final, como una técnica que depende de la ilusión audiovisual, no es sino otra forma, más avanzada y posmoderna de literatura.

Otro aspecto de esta permanente retroalimentación, a la que también podríamos llamar un “pacto” —la relación que se genera entre el espectador fiel y el cine incluso como un fetiche— es la forma en que Borges adecua, cada vez más a su propia manera de entender sus aproximaciones narrativas, la forma en que el cine cuenta historias. Cozarinsky fue el primero en advertir cómo Borges asumía el hecho cinematográfico en la construcción de sus narraciones a partir del prólogo que el narrador argentino escribe para la primera edición de Historia universal de la infamia. En éste señala:
Los ejercicios de prosa narrativa que integran este libro fueron ejecutados de 1933 a 1934. Derivan, creo, de mis relecturas de Stevenson, Chesterton y aun de los primeros films de von Sternberg y tal vez de cierta biografía de Evaristo Carriego. Abusan de algunos procedimientos: las enumeraciones dispares, la brusca solución de continuidad, la reducción de la vida entera de un hombre a dos o tres escenas. (Borges, Historia 7)

En la especificidad del procedimiento encontramos la clave de la organización narrativa de las ficciones de este libro. Como en el cine, que conoce muy bien y que ve con el detalle de un analista, Borges captura el poder de síntesis. El diseño de las “escenas” es un punto básico. Apenas la mención de un elemento, un adjetivo, una breve descripción. Elegir una situación supone adaptarla. Borges, ahora con la influencia admitida del cine, se preocupa —se esmera— por narrarnos episodios concretos, casi matemáticos.

En “El espantoso redentor Lazarus Morell”, cuyas fuentes son un relato de Mark Twain y una biografía sobre este autor norteamericano, Borges va paso a paso, definiendo las “escenas”, a las que titula, sucesivamente: “la causa remota”, “el lugar”, “los hombres”, “el método”, “la libertad final” y “la catástrofe”. Como puede advertirse, todos los elementos de la historia —su disposición exacta—, están concebidos a la manera de un argumento cinematográfico. Este argumento entonces, debe mostrarse, visualizarse. El procedimiento se apoya, unas veces, en la enumeración, como en el primer párrafo, del cual citamos un extracto y que le va a dar sentido al resto del relato: “A esa curiosa variación de un filántropo debemos infinitos hechos: los blues de Handy, el éxito logrado en París por el pintor oriental D. Pedro Figari, la buena prosa cimarrona del también oriental D. Vicente Rossi, el tamaño mitológico de Abraham Lincoln...” (Borges, “El espantoso redentor” 17-18).

Cada elemento enumerado va a suponer una imagen que conduce a otra historia, siempre conectada pero a veces lejana. La enumeración llama a las imágenes, y estas constituyen una evocación permanente. Borges traza y teje así las redes de otro mundo, paralelo e infinito, de enorme potencia cinética, en el cual la memoria y el sentido de lo lúdico juegan un rol expresamente estético pero también filosófico. En este cuento las descripciones del Mississippi, de sus límites —esos límites reales y artificiales que los hombres cruzan— así como la presencia de Morell son dignas, ellas también, de un argumento fílmico. Es más, siempre en relación con la imagen, el narrador nos dice: “Los daguerrotipos de Morell que suelen publicar las revistas americanas no son auténticos” (Borges, “El espantoso redentor” 21).

Borges está, también en la literatura, o desde la literatura, hablando de la fidelidad de la imagen. Si ésta es fiel a sí misma en los filmes que comenta, quizá en otros contextos —el de la “realidad” de este cuento, por ejemplo— quizá no lo sea. El momento previo al final del relato que lleva el subtítulo de “la catástrofe”, sugiere asimismo una dirección bastante gráfica. El narrador opera a la manera del objetivo de una cámara, buscando realismo, veracidad, fijándose en los detalles, asegurando la posteridad desde el registro exacto del instante, “Morell estuvo escondido ese tiempo en una casa antigua, de patios con enredaderas y estatuas, de la calle Toulouse. Parece que se alimentaba muy poco y que solía recorrer descalzo las grandes habitaciones oscuras, fumando pensativos cigarros” (Borges, “El espantoso redentor” 27).

El regocijo por el detalle en la descripción, a la manera de una película compuesta, una y otra vez, de planos específicos de un elemento, asegura la solidez del relato, busca respaldar una requerida verosimilitud. Borges trabaja las “imágenes” como si él mismo fuera el director de fotografía de una película: los patios, como se comprueba, tienen “enredaderas y estatuas”, el hombre recorre “descalzo” las “grandes habitaciones oscuras”.

Cada palabra remite a una toma, a un detalle de la cámara, a un esfuerzo por fijarse en lo más mínimo, a hacer de la palabra —de la verbalización y la descripción— un hecho que viene y “va” hacia otro lenguaje, el del cine. La trama, así, se convierte, en esta sucesión de detalles, como en von Sternberg, en una pequeña “novela realista”. Borges descubre e impone un estilo. El lenguaje cinematográfico, del cual también participan esos experimentos con el montaje a la manera de un Eiseinstein, halla en Borges a un aplicado precursor, que se sirve de la imagen en tanto propósito descriptivo y también discursivo. Los momentos previos al final del cuento son, asimismo, deudores de esa naciente tradición cinematográfica que Borges no duda en admirar. Si en 1941 va a llamar a Citizen Kane un filme “abrumador”, en “El espantoso redentor Lazarus Morell” certificamos que todo el cine que Borges conoce y consume es para él de alguna forma igualmente abrumador, un espectáculo que le resulta insólito y enajenante desde su extrañeza, donde halla cada vez con más frecuencia los recursos necesarios para su propia expresión.

Si el cine representa para Borges un aporte múltiple e indispensable, la literatura ha jugado en su obra un rol aún más determinante. Incluso en el terreno de lo visual, la influencia proviene sí, del cine, pero también —y antes— de la literatura, como lo ha demostrado Daniel Balderston al recordar la relación entre Stevenson y Borges, quien consideraba a aquel su autor favorito: “Borges se refiere especialmente al uso de imágenes visuales para fijar episodios clave en la memoria del lector” (Balderston 45). Imagen, visión, memoria, recuerdo, todos son elementos de un mismo sistema.

David Oubiña recuerda una cita en el diario de Bioy Casares en lo que para el crítico significa un hecho decisivo en más de un sentido: “Borges fue al cinematógrafo y casi no vio nada” (Bioy 112). Para Oubiña esta información no tiene que ver sólo con las consecuencias del desprendimiento de retina que había sufrido el autor poco tiempo atrás sino con el cine que no verá en el futuro.

Lo que Borges se “perderá” del cine representa una ausencia que lo limitaría como crítico: esto es el neorrealismo italiano, la Nueva Ola francesa, ya no digamos el cine independiente norteamericano que comienza a gestarse en la década de 1960, en protesta por la guerra de Vietnam y en medio de la contracultura hippie. Pero ese no es un hecho decisivo, como no lo es tampoco (y en el que sin embargo Oubiña insiste en un afán de “evaluar” el poco conocimiento de un cine “refinado” en Borges) el hecho de haber trabajado con Ulises Petit de Murat quien fuera, en los años 30 y 40
probablemente el más reconocido adaptador del cine argentino, lo cual —para Bioy— significa: un divulgador encargado de convertir clásicos literarios como Martín Fierro, El santo de la espada o La guerra gaucha en éxitos populares, un mediador que acerca la literatura a las masas pero cuyo prestigio de segunda mano está destinado al medio pelo. (Oubiña 143)

La pregunta, válida y necesaria, es si este “acercar la literatura a las masas” tiene un modelo ideal, o, dicho de otro modo, si todo acercamiento, toda adaptación-interpretación literaria a la pantalla no es por lo general una “traición al texto” en la medida que significa traducir de un lenguaje a otro. A Borges no se le puede juzgar sólo por su asociación con Petit de Murat, sino a partir de sus propias convicciones cinéfilas. Lo demás, son hechos circunstanciales.

Balderston revela, por otra parte, que ya antes de Historia universal de la infamia, Borges escribe un ensayo sobre el uso de imágenes visuales, durante su periodo ultraísta. Parte de este texto dice:
Nuestra memoria es, principalmente, visual y secundariamente auditiva. De la serie de estados que eslabonan lo que denominamos conciencia, sólo perduran los que son traducibles en términos de visualización o de audición... Ni lo muscular ni lo olfatorio ni lo gustable, hallan cabida en el recuerdo, y el pasado se reduce, pues, a un montón de visiones barajadas y a una pluralidad de voces. Entre éstas tienen más persistencia las primeras, y si queremos retrotraernos a los momentos iniciales de nuestra infancia, constataremos que únicamente recuperamos unos cuantos recuerdos de índole visual...(citado en Balderston 56)

A propósito del quehacer ficcional borgiano, Balderston señala que “la palabra escrita seduce al lector con imágenes visuales que, aunque enteramente imaginarias, son irresistibles” (57). Asimismo, al referirse a pasajes de “La muerte y la brújula” y “El Sur”, el propio Balderston anota:
En estas y otras descripciones similares, las series de verbos en pretérito perfecto hacen que las visiones sean nítidas pero consecutivas: momentos relampagueantes que parecen casi simultáneos por yuxtaposición pero que son consecutivos debido al tiempo del verbo. La obvia analogía es con el montaje cinematográfico rápido de Eisenstein y Sternberg. Esta analogía está confirmada por la insistencia en que el observador se parece al “ojo de una cámara”: es estático, receptivo, no parpadea. (60)

Habría que añadir, sobre este punto, el uso del “flashback” en distintas “escenas” de la obra de Borges. Estas son narradas en pretérito y, a partir de allí, remiten a lo que podríamos llamar un “pasado dentro del pasado”. El “salto hacia atrás” intenta ubicar instantes precisos y quizá definitivos en el relato, reactualizando permanentemente la acción a través del “relampagueante” y fugaz recuerdo de un personaje. Estamos hablando de un procedimiento eminentemente cinematográfico, que, bien utilizado, cautiva y sorprende. Por ejemplo, contada en retrospectiva, la visión de El Aleph, provoca en Borges un éxtasis visual incomparable, inédito:
Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó, vi en un traspatio de la calle Soler las mismas baldosas que hace treinta años vi en el zaguán de una casa de Fray Bentos, vi racimos, nieve, tabaco, vetas de metal, vapor de agua, vi convexos desiertos ecuatoriales y cada uno de sus granos de arena, vi en Inverness a una mujer que no olvidaré. . . (Borges, “El Aleph” 170)

La acumulación y superposición de elementos, y por lo tanto de conceptos, llama a una mirada panorámica que, al mismo tiempo, busca la especificidad, el mínimo detalle. Como el objetivo de la cámara que registra acaso fríamente los hechos de la “realidad”, la visión de Borges en “El Aleph” connota una seducción cinética, que tiene de ilusión y onirismo, pero que es asimismo una contemplación extática similar a la de una gran película, sólo que esta vez la película significa, contiene y es el infinito.

Refiriéndose a Stevenson y a Borges, a la influencia de uno sobre otro, y a su gusto por lo visual, Balderston recuerda que “en vez de describir lenta y cuidadosamente una escena, ambos escritores prefieren ponerla en movimiento prestando atención al contraste, iluminando detalles visuales brillantes (y fácilmente imaginables por el hecho de ser escasos) y gestos melodramáticos” (61).

“Movimiento”, “contraste” e “iluminación” resultan así elementos básicamente cinematográficos. A propósito de la crítica a Citizen Kane hablamos de la idea de desplazamiento que cautiva a Borges en el sentido de progreso de la acción (narrativa) como del avance o deterioro moral de una vida. El movimiento plantea el ser de la acción en sí mismo. “Contraste” no sólo es poner en contradicción dos elementos, dos personajes, o dos situaciones, es llenar el encuadre de color, o de blanco y negro, y calcular sus grados, sus niveles de intensidad, de saturación. La iluminación apunta a “esclarecer” los aspectos más recónditos. La terminología usada por Balderston contribuye a estrechar el vínculo de las narraciones borgianas con su sentido cinematográfico.

Si pensamos en cineastas marcadamente “visuales” como Dreyer, Bresson, Visconti, Godard o más recientemente Scorsese e incluso Tarantino, comprobaremos cómo la energía de una obra artística se manifiesta en toda su dimensión, a partir de una imaginería muy concentrada y pensada en la delectación del espectador, una noción vinculada a otros elementos del sistema de gestación y producción artística e industrial del cine: el guión, los personajes, la música incidental... el público a quien, específicamente, se dirige esta película. Como ya hemos advertido en segmentos de “El espantoso redentor Lazarus Morell”, en un pasaje de “El milagro secreto”, de acuerdo a la misma interpretación, Borges acude a “iluminar” los detalles:
El sargento miró el reloj: eran las ocho y cuarenta y cuatro minutos. Había que esperar que dieran las nueve. Hladík, más insignificante que desdichado, se sentó en un montón de leña. Advirtió que los ojos de los soldados rehuían los suyos. Para aliviar la espera, el sargento le entregó un cigarrillo. Hladík no fumaba; lo aceptó por cortesía o por humildad. Al encenderlo, vio que le temblaban las manos. El día se nubló; los soldados hablaban en voz baja como si él ya estuviera muerto. Vanamente, procuró recordar a la mujer cuyo símbolo era Julia de Weidenau... (Borges, “El milagro secreto” 145)

La escena está colmada de cualidades cinematográficas. Nuevamente se pone en marcha el operativo de una perfecta secuencialidad y la presencia de la mirada se vuelve central, dinamizando la acción: los hechos que transcurren, incesantes; el sargento que “mira” el reloj, el cual incluso podemos ver “en detalle”, marcando una hora exacta. A su vez Hladík “ve” los ojos de los soldados. Cuando enciende el cigarro “ve” que le tiemblan las manos. Finalmente acude a su propia memoria, que es otra forma de visualizar, para recordar a la mujer. Borges es consciente de este arduo y complejo proceso de composición que, nuevamente, poniéndolo en paralelo y en diálogo con el lenguaje cinematográfico, adquiere un carácter de ritual. Una cámara que se acerca, inquietante y curiosa, a los rostros de los personajes, tratando de descubrir en su mirada, o en sus gestos a veces inciertos, lo que están pensando.

La cámara —la pluma y la mente creativa de Borges— no sólo trata de fijar sino busca eternizar, dejar huella. El proceso se consolida y se hace aún más complejo cuando se extiende en otras direcciones. Con los detalles, por ejemplo, que reflejan movimientos aun mínimos, como el hecho de que el sargento le ofrezca a Hladík un cigarrillo y que este lo encienda: esos actos nos dan incluso una idea de color y olor, de una íntima, casi secreta sensibilidad, y luego ese retorno a las miradas, y al final ese extravío en la conciencia íntima que es el recuerdo.

Y si, como hemos sostenido hasta aquí, la febril actividad literaria de Borges es indesligable de una marcada influencia del cine, el diario de Adolfo Bioy Casares registra algunos momentos concretos de esta relación. Por ejemplo, la primera alusión al cine, está fechada del viernes 10 al sábado 25 de febrero de 1950: “Hasta el domingo trabajamos en el resumen del argumento para un film, El paraíso de los creyentes (que habíamos comenzado en Buenos Aires, uno o dos años antes) (Bioy 47). El trabajo en el “argumento”, ya mencionado al principio de este ensayo, revela, de nuevo, que Borges sí está comprometido con el cine. Más allá de ser el espectador activo, que vuelca sus opiniones en puntuales reseñas, busca adentrarse en un sistema de producción, en involucrarse en el “misterio” de las películas. Para ello, la mejor fórmula que encuentra es escribir una historia propia, en colaboración con su mejor amigo.

El 18 de junio de 1958 Bioy anota una observación de Borges que nos muestra al escritor hablando de las posibilidades de una “puesta en escena”, para usar el término acuñado por el crítico André Bazin, donde problematiza las limitaciones estéticas de un filme, cuyo argumento lo molesta:
Hablamos de un film. De los Apeninos a los Andes, que hacen italianos y argentinos, en el que trabaja Laura Saniez. Trata de un chico, que viene de Italia buscando a su madre. Laura refiere que la busca lleva al chico hasta las cataratas del Iguazú; hasta una procesión, en Jujuy, de la Virgen de Tilcara; hasta una cacería del cóndor en los Andes. Borges observa después: “Ese director debe de ser un bruto. Si aprovecha la busca del chico para mostrar lugares atrayentes para el turismo, el argumento se va al demonio. . . Ya no importa el chico, ni hay ansiedad porque encuentre a su madre. Además, ¿por qué la cacería del cóndor va a ser estéticamente interesante? (Bioy 456)

Como último ejemplo, y como anticipo a lo que diremos en las siguientes líneas, tomamos otra anotación registrada por Bioy en la que Borges discute la calidad de un filme de suspenso y ensaya explicaciones:
Me cuenta que anoche vieron con Mariana Grondona un thriller francés. BORGES: “A uno lo dejan engañarse solo. Nadie dice mentiras. Tomás las cosas for granted y al final recibís una gran sorpresa. Es verdad que Mariana me dijo que ella sospechó desde el principio. Es claro que dijo esto ex post facto. La gente no quiere ser engañada. Sin embargo no van a ver un thriller con otro propósito”. (Bioy 1132)

En esta cita advertimos varios temas: el permanente escepticismo de Borges, su discusión del cine ya no como mera ilusión y entretenimiento sino como un trucaje. Y el hecho, omnipresente, de que el cine atraiga a la gente, de cualquier modo.


Obras citadas 

Anderson, Benedict. Imagined communities: Reflections on the Origin and Spread of Nationalism. London & New York: Verso, 1991.
Balderston, Daniel. El precursor velado: R. L. Stevenson en la obra de Borges. Eduardo Paz Leston, trad. Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1985. Véase Introducción.
Bioy Casares, Adolfo. Borges. Daniel Martino, ed. Barcelona: Destino, 2006.
Borges, Jorge Luis. “Prólogo a la primera edición”. Historia universal de la infamia. 7-8.
———. “El espantoso redentor Lazarus Morell”. Historia universal de la infamia. 17-29.
———. “El inmortal”. El Aleph. 7-28.
———. “El Aleph”. El Aleph. 155-74.
———. “El milagro secreto”. Ficciones. 139-47.
———. “El jardín de senderos que se bifurcan”. Ficciones. 84-97.
———. El Aleph.1949. Buenos Aires & Madrid: Emecé & Alianza Editorial, 1985.
———. Ficciones.1944. Bogotá: La Oveja Negra, 1984.
———. Historia universal de la infamia. 1954. Buenos Aires & Madrid: Emecé & Alianza Editorial, 1991.
Casanova, Pascale. The World Republic of Letters. Cambridge: Harvard UP, 2004.
Cozarinsky, Edgardo. Borges y el cine. Buenos Aires: Sur, 1974.
Jameson, Fredric. Postmodernism, or, The Cultural Logic of Late Capitalism. Durham: Duke UP, 1991.
Oubiña, David. “El espectador corto de vista: Borges y el cine”. Variaciones Borges 24 (2007): 133-52.


Véase del mismo autor y obra: «El jardín de senderos que se bifurcan». Modelo para un filme

En Borges y el cine: imaginería visual y estrategia creativa
Zavaleta Balarezo, Jorge, University of Pittsburgh, 2010
Fuente

Dibujo: Borges por Alma Rosa Pacheco Marcos Vía


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