14/10/17

Antonio Carrizo - Jorge Luis Borges: «Madre, vos misma. Aquí estamos hablando los dos, et tout le reste est littérature»








Carrizo. Háblenos ahora un poco de doña Leonor. Yo sé que puede ser para usted doloroso, porque la ha...

Borges. No. No es doloroso. Se cumple el cuarto aniversario de su muerte. Yo no creía vivir tanto. Vivió, alcanzó noventa y nueve años. Cuando alcanzó noventa y cinco me dijo: “Noventa y cinco años, se me fue la mano”. Estaba avergonzada, realmente, de vivir tanto y lo veía como una desdicha. Una tía abuela mía murió a los cien años y diez días; pero ya estaba perdida, ya no sabía quién era. Mi madre, sí; casi hasta los últimos quince días sabía bien quién era y estaba muy interesada en todo.

Carrizo. Yo una vez escuché por radio, a su madre, leer un poema suyo.

Borges. Y sin duda lo hizo muy bien. Sin duda mejoró mucho el poema, ¿no?

Carrizo. ¿Atendía usted algunas de sus razones?

Borges. Pero desde luego. Ella colaboró conmigo. Yo estaba dictándole un cuento que se titula La intrusa. Y todo dependía de la frase en la cual el mayor le dice al menor que ha matado a la mujer. Yo no sabía cómo dar con esa frase. Mi madre estaba siguiendo el dictado, muy desagradada —“ Vos siempre con tus guarangos y tus cuchilleros”— pero había entrado en el cuento. Yo le dije: “Ahora llega el momento... aquí está toda la suerte del cuento. Depende de las palabras con las cuales el mayor le dice al menor que él ha matado a la mujer que quieren los dos”. Mi madre me dijo: “Dejame pensar”. Y luego, con una voz del todo distinta, agregó: “Ya sé lo que le dijo”. Como si hubiera ocurrido el hecho. “Bueno, escribilo entonces,” le dije yo. Lo escribió y me lo leyó: A trabajar hermano, esta mañana la maté. Y ella encontró la frase. Y sin esa frase, que fue muy elogiada después, el cuento se hubiera caído a pedazos.
Y era de ella. Luego me dijo: “Espero que esta sea la última vez que tratás estos temas”. Claro, sí, porque a ella no le gustaban, le parecía que era absurdo todo eso. Además me decía que todos los guapos eran flojos, que yo admiraba absurdamente a impostores.

(...)

Carrizo. Mire, Borges, en (...) la presentación de sus Obras Completas, usted ha escrito esto: A Leonor Acevedo de Borges.

Borges. ¡Ah, sí! Y felizmente ella leyó eso; creo que fue lo último que leyó. Después, ella tenía este farragoso volumen a su lado, en la cama, y de vez en cuando yo noté que lo acariciaba. Claro, ya no podía leer; pero pensaba: “Bueno, ésta es la obra de mi hijo. En todo caso es... voluminosa (sonríe); tiene el mérito de la cantidad, ya que no de la calidad”. Ella llegó a ver la primera edición de mis obras completas, en papel biblia. Después ha llegado a ocho o nueve ediciones, pero... más abultadas todavía: hubiera sido mejor para ella. Sí. ¿A ver?

Carrizo. Quiero dejar escrita una confesión, que a un tiempo será íntima y general, ya que las cosas que le ocurren a un hombre le ocurren a todos.

Borges. Bueno, ahora espero con mucha curiosidad, porque yo no recuerdo esta dedicatoria. Pero espero que me haya salido bien.

Carrizo. Estoy hablando de algo ya remoto y perdido, los días de mi santo, los más antiguos.

Borges. Claro, porque antes no se decía “mi cumpleaños”, se decía “el día del Santo”. Aunque no fuera estrictamente el día del Santo. Sí.

Carrizo. Yo recibía los regalos y yo pensaba que no era más que un chico y que no había hecho nada, absolutamente nada, para merecerlos.

Borges. Yo he hablado con otras personas que me han dicho que les ha pasado lo mismo. Que cuando eran chicos les daban vergüenza los regalos. En cambio otros me dicen que no; que los sentían como un tributo merecido. Pero yo no. Yo pensaba: ¿pero qué he hecho yo para que me hagan regalos? Sí.

Carrizo. Por supuesto, nunca lo dije; la niñez es tímida. Desde entonces me has dado tantas cosas y son tantos los años y los recuerdos. Padre, Norah, los abuelos.

Borges. Norah, mi hermana, sí.

Carrizo.tu memoria y en ella la memoria de los mayores. 

Borges. Claro, porque ella me hablaba de lo que la madre le había contado. Me hablaba del tiempo de Rosas, por ejemplo, como si ella hubiera sido contemporánea de la Mazorca, sí.

Carrizo. Claro, y era la memoria.

Borges. Claro, era la memoria de otros.

Carrizo. ...de su memoria.

Borges. La memoria de su memoria, sí. Pero yo recibía todo eso, digamos, a un tiempo ¿no? Y luego, en su memoria había muchas cosas. Por ejemplo, esto que le voy a contar ahora. Son dos circunstancias de Buenos Aires, de la topografía de Buenos Aires, que nadie recuerda ahora. Creo que el doctor Bioy lo ha recordado de un modo vago. Era, “el tercero del Norte”, un arroyo que corría, con veredas altas a los lados, yo no sé si por la calle Córdoba o por la calle Viamonte: había un puente en la esquina de Florida. “El tercero del Sur” que corría por la calle México o por Independencia, también con un puente, para cruzar. Esos “terceros” eran arroyos que formaban las lluvias. Pero ahora creo que han sido enteramente olvidados, ¿no? Nadie recuerda aquel arroyo que corría por Viamonte, o aquel otro por Chile: el “tercero del Norte” y el “tercero del Sur”. Y ella los recordaba muy bien.

Carrizo: Sigue: —los patios, los esclavos...

Borges. Bueno, los esclavos, realmente... He averiguado después que sólo teníamos seis y que la gente rica tenía treinta. (Sonriendo).

Pero con todo, tener seis esclavos no está mal, ¿no? Sobre todo ahora que no hay esclavos de ninguna clase. Y no hay sirvientes, casi, tampoco.

Carrizo. ...el aguatero,/

Borges. El aguatero, sí. Hablaba mi madre del carrito del aguatero, que era un barril con dos ruedas. Y se compraban canecas de agua. La caneca creo que era medio barril. Y además estaba el agua de lluvia recogida por el aljibe. Y no había cortes de agua, desde luego.

Carrizo. Y sigue la memoria de su madre.

Borges. ¿A ver?

Carrizo. ...la carga de los húsares del Perú y el oprobio de Rosas—, 

Borges. Los húsares del Perú: me refiero a la batalla de Junín, que fue decidida por una carga de húsares peruanos y colombianos comandados por mi bisabuelo Suárez, que tenía veintiséis años y que era sobrino de Rosas. Y “el oprobio de Rosas”... Bueno, ya sabemos todos qué significa eso. Además, ella siempre se sentía así.

Yo recuerdo que le habían hecho no sé qué operación. La trajeron en una camilla... Yo me incliné sobre ella, y para indicarme que ahí estaba ella, que ella conservaba su integridad, que ella era Leonor Acevedo Suárez, me dijo, con un hilito de voz: “Salvaje unitaria”. (Pausa). ¡Qué lindo! ¿no?

Carrizo. Es cierto.

Borges. En ese momento, que no tenía sentido hablar de unitarios o federales, ella seguía siendo fiel, ella seguía siendo una “Salvaje unitaria”.  En ese momento en que había estado a punto de morir. Ella decía: “Bueno, aquí estoy yo, con mis convicciones”. Y cuando se encontraban con Capdevila... Capdevila la saludaba también con eso, le decía: “Salvaje unitario, señora”. “Yo también”, le decía mi madre (Sonríe).

Carrizo. Sigue hablándole a su madre: tu prisión valerosa,

Borges. Sí.

Carrizo. cuando tantos hombres callábamos.

Borges. Es cierto. Yo sentí envidia de mi hermana, de mi madre, y de mi sobrino, que padecieron prisión y yo no. A mí me echaron, simplemente, de un pequeño cargo que tenía en una modesta biblioteca del barrio de Almagro. Ganaba doscientos cuarenta pesos; tampoco era muy codiciable aquello.

Carrizo. Sigo: las mañanas del Paso del Molino, de Ginebra y de Austin,

Borges. El Paso del Molino es un barrio al norte, es un barrio de Montevideo. En el Paso del Molino vi algo que no había visto nunca, porque yo venía de la ciudad de Buenos Aires: vi gauchos. Eran troperos que llegaban al Paso del Molino. Y yo nunca había visto gauchos antes, salvo en láminas, o... en fin, a través de Ascasubi y de Hernández; pero ahí, cuando vi gauchos de veras me emocionó mucho. Y los vi en el Paso del Molino, porque un tío mío, Francisco Haedo, tenía una quinta allí. Austin... Bueno, nosotros descubrimos América por la ciudad de Austin, que es la capital de Texas y que es una pequeña ciudad, una pequeña ciudad universitaria. Es lindísima realmente, y es Texas, es decir, es el sur... Es el sudoeste, el Southwest; no tiene nada que ver con las ciudades industriales, por ejemplo.

Carrizo. Claro.

Borges. Porque no hay industrias en Austin.

Carrizo. Sigue diciéndole: las compartidas claridades y sombras, tu fresca ancianidad, tu amor a Dickens y a Eça de Queiroz, madre, vos misma.

Borges. Eça de Queiroz: mi padre le trajo a mi madre una traducción de La ilustre casa de Ramires. Ella no sabía que... bueno, que fuera un autor insigne. Pero ella leyó esa novela y le dijo a mi padre: “Pero esta novela es tan buena como cualquier otra novela; tiene que ser un gran escritor” . Ella no sabía que lo fuera. Es decir, descubrió que era un escritor directamente: leyendo a Eça de Queiroz. En cuanto a Dickens, bueno, lo sabía casi de memoria. Y me dijo que había una gran ventaja en Dickens... Ella tomaba un libro al azar, lo abría al azar —ya conocía los personajes— y seguía leyendo con deleite. Leía una hora así y luego se dormía. Todas las noches leía en cama una página de cualquier libro de Dickens. Los tenía todos, con letra grande.

Carrizo. Usted, en ese párrafo en el que enumera la tantas cosas que ella le ha dado, termina diciéndole: Madre, vos misma, como un don de ella a usted, Borges.

Borges. Sí, yo pensaba en eso. Creo que la palabra vos, es la palabra natural. Porque si yo hubiera dicho tú, sería un poco afectado, en Buenos Aires, ¿no? Aunque Capdevila hablaba del “asqueroso voseo”, yo no lo siento así. Yo digo naturalmente vos. O digo usted. Pero el tú me resulta un poco forzado. Salvo cuando hablo con mis primos orientales, donde se usa... En Montevideo se usa el tú, con las formas verbales del vos. “Tomá tú”, por ejemplo.

Carrizo. Sí.

Borges. Pero yo con ellos uso el porque es natural, pero con un amigo porteño yo nunca usaría el tú.

Carrizo. Y termina esta presentación de las Obras Completas, diciendo: Aquí estamos hablando los dos, "et tout le reste est littérature", como escribió, con excelente literatura, Verlaine.

Borges. Et tout le reste est littérature: está bien. Además, ese recuerdo de Verlaine era algo que nos unía también, porque a ella le gustaba mucho Verlaine y sabía esos versos de memoria. Claro, quizá hubiera podido traducir y todo lo demás es literatura. Pero como él había puesto tout le reste est littérature, tiene que ser así. Si pongo todo lo demás, ya el lector recuerda en seguida que Verlaine había dicho tout le reste, ¿no?

Carrizo. Claro. Es como al traducir: Ser o no ser, ésa es la cuestión.


Borges. No. Cuestión no.

Carrizo. La gente traduce cuestión.

(...)





En Borges el memorioso. Conversaciones de Jorge Luis Borges con Antonio Carrizo 
Fragmentos de Primera mañana (págs. 29-30) y Sexta Mañana (págs. 150-154)
Mexico-Buenos Aires, FCE, 1982
Jorge Luis Borges y su madre en la la puerta de Maipú 994
Al pie: cover de la primera edición de Borges el memorioso


12/10/17

Jorge Luis Borges: El gaucho (1800-1900)








El descubrimiento de América, la caudalosa y no prevista multiplicación del ganado, la ocupación parcial de vastos territorios desiertos por aislados grupos de gente blanca, dieron desde Oregón hasta los confines australes del continente un tipo de pastor ecuestre, hecho a la intemperie, al rigor y a la soledad. Lo llamaron cowboy, vaquero, sertanejo, gaúcho, guaso. Aquí se dijo gaucho y antes gauderio. Existen veintitantas etimologías de la palabra, lo cual es otro modo de decir que no existe ninguna. Sarmiento, en el Facundo, ha propuesto la menos inverosímil: la deriva de guacho, que en lengua quichua vale por huérfano, hijo de nadie.

Fue menos un tipo étnico que un destino. Podía ser de origen hispánico, portugués, mestizo de indio o de negro. No importaba la estirpe. Fue, por lo general, hombre de mediana estatura, curtido por los soles y fuerte, tal como lo vemos aún en las telas de Blanes. Los pintores se encargarían, después, de alargarlo y de idealizarlo… Vicente Fidel López dijo que el gaucho no se sintió nunca español. Indio tampoco, ya que su tarea más ardua era defender las estancias contra las depredaciones de los salvajes. Dio sufridos soldados de caballería a las muchas guerras de nuestra victoriosa historia; fue desangrándose por toda América, desde Chile al Perú, bajo San Martín o Bolívar y en las campañas del Brasil y del Paraguay. Acaso no alcanzó el concepto abstracto de patria; fue leal a una divisa o a un jefe. En las contiendas civiles que precedieron a la organización del país creó un tipo nómada de guerra: la montonera. Su epopeya está parcialmente en el Paulino Lucero, que se subtitula no sin belleza Los Gauchos del Río de la Plata cantando y combatiendo contra los tiranos de la República Argentina y Oriental del Uruguay; su imagen más famosa y perdurable en el Martín Fierro, que atenúa un poco lo épico y, urgido por razones políticas, lo hace abundar en quejas, del todo ajenas a su índole estoica; su crónica cuchillera, en las páginas de Eduardo Gutiérrez; su epitafio o elegía en El payador y en Don Segundo Sombra.

Felizmente para nuestra literatura, no creó un dialecto. Usó el español común de su tiempo, con algún acopio de andalucismos, de arcaísmos y de voces indígenas. Esto permitió que hombres de la ciudad, compenetrados por la guerra o por las andanzas con la vida rural y con sus rigores —Hidalgo, Ascasubi, Estanislao del Campo, Lussich, Hernández— pudieran redactar sin afectación la poesía que denominamos gauchesca y que ha dado a la memoria argentina tantas páginas admirables.

Fue menos inclinado a la religión que a la superstición; recuerdo que Leopoldo Lugones me dijo una vez: la pampa es atea. La magia de las tribus de la llanura apenas lo rozó. Pudo haber respondido como aquel hombre de una saga de Islandia a quien le preguntaron si creía en Jesús, o en Odín: Creo en mi coraje. Conservó y tal vez mejoró el arte secular, ya mencionado en los Comentarios de César, de combatir a capa y espada; la derecha blandía el cuchillo largo, cuya estocada, como entre las gentes afganas, iba hacia arriba para no dejar el pecho indefenso y para interesar más órganos; en la izquierda el poncho enrollado servía de escudo. El tigrero, peón encargado en las estancias de matar los jaguares, usó esa misma esgrima, que fue después la del compadrito de las orillas. No lo movía el interés; en ambas márgenes del Plata fueron asaz frecuentes los casos de hombres que recorrieron las distancias para desafiar a un desconocido, de quien sólo sabían que era diestro en la pelea y valiente.

Fue el primer argentino que penetró en la imaginación de la humanidad. Hacia 1856, Walt Whitman escribió en Nueva York:

Veo al gaucho atravesando los llanos,
Veo al incomparable jinete de caballos tirando el lazo,
Veo sobre las pampas la persecución de la hacienda brava.

Pese a la agricultura y a las modificaciones profundas que la ganadería ha sufrido, no estoy demasiado seguro de que haya muerto el gaucho. Mientras dicto estas líneas en una casa del Barrio Sur de Buenos Aires, hay jinetes que arrean por las leguas la polvorienta tropa y hombres que marcan con un símbolo ardiente el anca de una res. 






En El gaucho del Río de la Plata 1800-1900, Témperas de Eleodoro Marenco 
Nota de Jorge Luis Borges, Buenos Aires, Roche, 1966
Homenaje al Sesquicentenario de la Declaración de la Independencia Argentina
Luego, en Textos Recobrados 1956-1986 (2007)
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi 
© 2003 María Kodama 
© Emecé editores Buenos Aires 2003 
Foto:  Jorge Luis Borges en el Aula Magna de la Facultad de Filosofía y Letras, década del sesenta
© Archivo Fotográfico Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires
Al pie: Ejemplar de  El gaucho del Río de la Plata 1800-1900, en puesto porteño de libros usados

11/10/17

Jorge Luis Borges: A Rafael Cansinos Assens *







Larga y final andanza sobre la exaltación arrebatada del ala del viaducto.
A nuestros pies, busca velajes el viento, y las estrellas —corazones absueltos— laten intensidad.
Bien paladeado el gusto de la noche, traspasados de sombra, vuelta ya una costumbre de nuestra               carne la noche.
Noche postrer de nuestro platicar, antes de que se levanten entre nosotros las leguas.
Aun es de entrambos el silencio donde como praderas resplandecen las voces.
Aun el alba es un pájaro perdido en la vileza más lejana del mundo.
Ultima noche resguardada del gran viento de ausencia.
Grato solar del corazón; puño de arduo jinete que sabe sofrenar el ágil mañana.
Es trágica la entraña del adiós como de todo acontecer en que es notorio el Tiempo.
Es duro realizar que ni tendremos en común las estrellas.
Cuando la tarde sea quietud en mi patio, de tus cuartillas surgirá la mañana.
Será la sombra de mi verano tu invierno y tu luz será gloria de mi sombra.
Aún persistimos juntos.
Aún las dos voces logran convenir, como la intensidad y la ternura en las puestas del sol.




En Proa, segunda época, Buenos Aires, Año 1, N° 1, agosto de 1924. 

Y además en: Luna de enfrente, 1925, con variantes. 

Exposición de la actual poesía argentina (1922-1927), de Pedro Juan Vignale y César Tiempo, Buenos Aires, Minerva, 1927. (Se publicaron "Singladura" y "A Rafael Cansinos Assens".)

Incluido en Textos recobrados 1919/1929
© 1997, 2007 María Kodama
© 2011 Buenos Aires, Editorial Sudamericana



* Rafael Cansinos Assens (1883-1964) se afilió al movimiento poético modernista, liderado por Rubén Darío. Colaboró en las revistas Helios, Prometeo, Renacimiento y Ultra, difundiendo las innovaciones del dadaísmo, futurismo y ultraísmo. De 1918 a 1922 dirigió la revista Cervantes. Borges, que se consideraba su discípulo, le profesaba una gran admiración y lo ayudó a publicar en Buenos Aires. (Pléiade, 1993, pág. 1349.) Borges recuerda: "Luego marchamos a Madrid y allí el mayor acontecimiento para mí fue la amistad de Rafael Cansinos Assens. Aún me gusta pensar en mí como su discípulo. Había venido de Sevilla donde había iniciado los estudios sacerdotales, pero habiendo encontrado el nombre de Cansinos en los archivos de la Inquisición, decidió que él era judío. Esto lo llevó al estudio del hebreo y más tarde llegó a hacerse circuncidar. [...] Era un hombre alto, con el desdén andaluz por todo lo castellano. El hecho más notable de Cansinos era que vivía enteramente para la literatura, sin preocuparse del dinero o de la fama. Era un excelente poeta y escribió un libro de salmos -mayormente eróticos- titulado El candelabro de los siete brazos, publicado en 1915. También escribió novelas, cuentos, ensayos, y cuando yo le conocí, presidía un círculo literario". ("Autobiografía", 1970, en Monegal, 1987, pág. 144.) 

Borges escribió otros artículos sobre Rafael Cansinos Assens: "Definición de Cansinos Assens", Martín Fierro, Buenos Aires, N° 12/13, 10 de noviembre de 1924, recogido en Inquisiciones, 1925.

Las luminarias de Hanukah, reseña publicada en El tamaño de mi esperanza, 1926

"R. Cansinos Assens", Síntesis, Buenos Aires, junio de 1927

"La traducción de un incidente", Inicial, Buenos Aires, N° 5, 1924, recogido en Inquisiciones, 1925

Imagen: Rafael Cansinos Assens
Cortesía de Fundación Rafael Cansinos Assens, con testimonio de Rafael Manuel Cansinos Assens [+]


10/10/17

Jorge Luis Borges: El pensamiento en las conferencias. La biblioteca [Discurso]







3 de mayo de 1957

La Biblioteca

Al ser inauguradas las actividades del año en la institución que dirige, el autor de El tiempo, La doctrina de los ciclos y el Arte de injuriar, producciones en las que da la nota de su posición mental y espiritual como escritor, disertó sobre Biblioteca viva.

Es interesante destacar que el tema corresponde a un momento importante en la historia de la casa fundada por Moreno, desde que en el mismo dieron por iniciadas las actividades de la Escuela Nacional de Bibliotecarios.

“En esta escuela —comentó Borges— en la que se habrá de seguir la inspiración del fundador de la casa que hoy la ofrece a los estudios del país, concretándola en una realidad más de la cultura popular; en esta escuela, en la que habrán de estar siempre presentes el pensamiento y el espíritu del hombre que tuvo la misma preocupación que tendría, treinta años después, Domingo Faustino Sarmiento, y que éste condensaría en el angustioso y enérgico apotegma que ponía a consideración de sus conciudadanos la urgente necesidad de “educar al soberano”, se cumplirá ese cometido esencial de velar por los bienes espirituales de la Nación.”

Aludió, por tanto, a la importancia de la iniciativa y luego, entrando en tema, expresó:

“En una de sus Tres comedias para puritanos —el título encierra una paradoja, ya que en el siglo XVII los puritanos cerraron todos los teatros de Inglaterra—, Bernard Shaw refiere el incendio de la Biblioteca de Alejandría y hace exclamar a uno de sus personajes: “¡Está ardiendo la memoria del mundo!”. No sé de una metáfora mejor para definir una biblioteca que esta de la memoria; es tan feliz que casi no es una metáfora, sino la expresión de una verdad. San Agustín habla, en sus Confesiones, de los palacios y cavernas y ciudades de la memoria. Idéntico vértigo nos sobrecoge si pensamos en la cóncava biblioteca que nos rodea, armada, si sus catálogos no me engañan, de seiscientos cuarenta mil silenciosos volúmenes. El pasado argentino, la memoria argentina y buena parte de la memoria del mundo están encerrados en ellos.

”Se conjetura que nuestra memoria es total y que cada hombre está en posesión de todo su pasado y que, dado el estímulo necesario, puede recuperar cada imagen, cada línea leída, cada matiz de la angustia o de la esperanza. Del cerebro humano se ha escrito que es como un palimpsesto en el que se superponen infinitas escrituras. Parejamente, todo está en la vasta Biblioteca, y el arte de la escuela que inauguramos hoy consiste precisamente en su virtud de encontrarle todo, en esa virtud que hace de las bibliotecas no colecciones muertas, sino de libros vivos, capaces de inspirar y dirigir los trabajos del hombre.”


En Miscelánea (Ed. Mondadori)
© 1995, 2011, María Kodama
Publicación original en El Hogar, Buenos Aires, 3 de mayo de 1957
Foto: Jorge Luis Borges en 1976

9/10/17

Jorge Luis Borges en su voz: Del rigor en la ciencia








…En aquel imperio, el Arte de la Cartografía logró tal Perfección que el mapa de una sola Provincia ocupaba toda una Ciudad, y el mapa del Imperio, toda una Provincia. Con el tiempo, esos Mapas Desmesurados no satisficieron y los Colegios de Cartógrafos levantaron un Mapa del Imperio, que tenía el tamaño del Imperio y coincidía puntualmente con él. Menos Adictas al Estudio de la Cartografía, las Generaciones Siguientes entendieron que ese dilatado Mapa era Inútil y no sin Impiedad lo entregaron a las Inclemencias del Sol y de los Inviernos. En los desiertos del Oeste perduran despedazadas Ruinas del Mapa, habitadas por Animales y por Mendigos; en todo el País no hay otra reliquia de las Disciplinas Geográficas.

Suárez Miranda: Viajes de Varones prudentes,
Libro cuarto, cap. XIV, Lérida, 1658









En "Museo", El hacedor (1960)
Foto arriba: Charles H. Phillips / Getty Images (LIFE)


8/10/17

Jorge Luis Borges: Guardia Roja (dos versiones)






Guardia Roja* 

El viento es la bandera que se enreda en las lanzas
La estepa es una inútil copia del alma
De las colas de los caballos cuelga el villorrio incendiado.
La planicie rendida
no acaba de morirse

                                                     Durante los combates
    el milagro terrible del dolor estiró los instantes
Ya grita el sol
Por el espacio trepan hordas de luces.
En la ciudad lejana
        donde los mediodías tañen los tensos viaductos
y de las luces pende Jesús-Cristo
como un cartel sobre los mundos
se embozarán los hombres                                      en los torsos desnudos.



Guardia Roja**



El viento es la bandera que se enreda en las lanzas
La estepa es una inútil copia del alma
De las colas de los caballos cuelga el villorrio incendiado.

Y la estepa rendida
no acaba de morirse

                        Durante los combates
el milagro terrible del dolor estiró los instantes

Ya grita el sol
Por el espacio trepan hordas de luces.
En la ciudad lejana
                      donde los mediodías tañen los tensos viaductos
y de las luces pende el Nazareno
como un cartel sobre los mundos
se embozarán los hombres                                      
                      en los cuerpos desnudos.




*En Ultra, Madrid, Año 1, Número 5, 17 de marzo de 1921, página 4
**En Tableros, Madrid, Número 1, 15 de noviembre de 1921
Luego en Rythmes rouges (bajo el título Garde rouge), Pleiáde, 1993, pág.38
Y en Textos Recobrados 1919-1929 (2007)
Foto: Jorge Luis Borges en el año 1924


7/10/17

Jorge Luis Borges: Al horizonte de un suburbio (1925)








Pampa:
Yo diviso tu anchura que ahonda las afueras,
yo me estoy desangrando en tus ponientes.
Pampa:
Yo te oigo en las tenaces guitarras sentenciosas
y en altos benteveos y en el ruido cansado
de los carros de pasto que vienen del verano.
Pampa:
El ámbito de un patio colorado me basta
para sentirte mía.
Pampa:
Yo sé que te desgarran
surcos y callejones y el viento que te cambia.
Pampa sufrida y macha que ya estás en los cielos,
no sé si eres la muerte. Sé que estás en mi pecho.



Luna de enfrente, 1925
© 1995, 1996 María Kodama
Buenos Aires, Sudamericana, 2011

Imagen: Borges en 1976


6/10/17

Jorge Luis Borges: ¿Por qué los escritores argentinos no viven de su pluma?







12 de julio de 1946


¿Por qué los escritores argentinos no viven de su pluma?


  En mi opinión, el problema enunciado por su corresponsal no es mayormente misterioso. La verdad, la humilde y evidente verdad, es que la literatura, a diferencia de la música, de la política, de las enfermedades, de los aspectos delictuosos de la “viveza”, de los destinos personales (este último término encierra acaso a todos los anteriores), interesa muy poco a los argentinos. Se me dirá, tal vez, que a muchos les agrada escribir; no a todos les agrada leer, y cuando lo hacen, prefieren, por razones que estoy lejos de censurar, leer a escritores extranjeros. A nadie puede sorprender esta comprobación.

  La indiferencia general infunde al destino de los escritores de esta república cierto carácter trágico. Ello se advierte de manera inequívoca en los suicidios de algunos, en la amargura y en el nihilismo de muchos. Creo, sin embargo, que una cosa es el destino del escritor y otra el de su obra. La indiferencia que he indicado suele librarnos de muchas tentaciones. El escritor argentino sabe que ningún libro suyo lo hará medrar de modo considerable; esa previsión melancólica lo inducirá a escribirlo según su íntimo pensar, no para lisonjear convicciones o supersticiones ajenas.

 Existen estímulos artificiales; los premios de fuente oficial. Alguien, alguna vez, estudiará detenidamente su influjo en la evolución de nuestra literatura; sospecho que no establecerá que ha sido benéfico. No quiero decir que los premios se concedan inevitablemente a obras malas; quiero decir que la expectativa de premios puede impedir que se escriban otras mejores. Por ejemplo, nadie discute que el Martín Fierro sea uno de los libros máximos de nuestro país. Imaginemos que en 1872 ya hubiera existido un mecanismo de recompensas como el actual y que José Hernández hubiera, muy humanamente, considerado la posibilidad de que le tocara una de ellas. ¿Se habría animado a exhibir al gaucho como desertor, como borracho, como asesino y como matrero? En otras palabras: ¿habría escrito el Martín Fierro?


En Miscelánea (Ed. Mondadori)
© 1995, 2011, María Kodama
Publicación original en revista Sur, Buenos Aires, julio de 1946
Jorge Luis Borges en Virginia, USA, 1984


5/10/17

Jorge Luis Borges: Después de las imágenes







Con el ambicioso gesto de un hombre que ante la generosidad vernal de los astros, demandase una estrella más y, oscuro entre la noche clara, exigiese que las constelaciones desbarataran su incorruptible destino y renovaran su ardimiento en signos no mirados de la contemplación antigua de navegantes y pastores, yo hice sonora mi garganta una vez, ante el incorregible cielo del arte, solicitando nos fuese fácil el don de añadirle imprevistas luminarias y de trenzar en asombrosas coronas las estrellas perennes. ¡Qué taciturno estaba Buenos Aires, entonces! De su dura grandeza, dos veces millonaria de almas posibles, no se elevaba el surtidor piadoso de una sola estrofa veraz y en las seis penas de cualquier guitarra cabía más proximidad de poesía que en la ficción de cuantos simulacros de Rubén o de Luis Carlos López infestaban las prensas.
La juventud era dispersa en la sombra y cada cual juzgábase solo. Éramos semejantes al enamorado que afirma que su pecho es el único enorgullecido de amor y a la encendida rama sobre la cual pesa septiembre y que no sabe de las alamedas en fiesta. Con orgullo creíamos en nuestra soledad ficticia de dioses o de islas florecidas y excepcionales en la infecundidad del mar y sentíamos ascender a las playas de nuestros corazones la belleza urgente del mundo, innumerablemente rogando que la fijásemos en versos. Los novilunios, las verjas, el color blando del suburbio, los claros rostros de las niñas, eran para nosotros una obligación de hermosura y un llamamiento a ejecutivas audacias. Dimos con la metáfora, esa acequia sonora que nuestros caminos no olvidarán y cuyas aguas han dejado en nuestra escritura su indicio, no sé si comparable al signo rojo que declaró los elegidos al Ángel o a la señal celeste que era promesa de perdición en las casas, que condenaba la Mazorca. Dimos con ella y fue el conjuro mediante el cual desordenamos el universo rígido. Para el creyente, las cosas son realización del verbo de Dios —primero fue nombrada la luz y luego resplandeció sobre el mundo—; para el positivista, son fatalidades de un engranaje. La metáfora, vinculando cosas lejanas, quiebra esa doble rigidez. La fatigamos largamente y nuestras vigilias fueron asiduas sobre su lanzadera que suspendió hebras de colores de horizonte a horizonte. Hoy es fácil en cualquier pluma y su brillo —astro de epifanías interiores, mirada nuestra— es numeroso en los espejos. Pero no quiero que descansemos en ella y ojalá nuestro arte olvidándola pueda zarpar a intactos mares, como zarpa la noche aventurera de las playas del día. Deseo que este ahínco pese como una aureola sobre las cabezas de todos y he de manifestarlo en palabras.
La imagen es hechicería. Transformar una hoguera en tempestad, según hizo Milton, es operación de hechicero. Trastrocar la luna en un pez, en una burbuja, en una cometa —como Rossetti lo hizo, equivocándose antes que Lugones— es menor travesura. Hay alguien superior al travieso y al hechicero. Hablo del semidiós, del ángel, por cuyas obras cambia el mundo. Añadir provincias al Ser, alucinar ciudades y espacios de la conjunta realidad, es aventura heroica. Buenos Aires no ha recabado su inmortalización poética. En la pampa, un gaucho y el diablo payaron juntos; en Buenos Aires no ha sucedido aún nada y no acredita su grandeza ni un símbolo ni una asombrosa fábula ni siquiera un destino individual equiparable al Martín Fierro. Ignoro si una voluntad divina se realiza en el mundo, pero si existe fueron pensados en Ella el almacén rosado y esta primavera tupida y el gasómetro rojo. (¡Qué gran tambor de Juicios Finales ese último!) Quiero memorar dos intentos de fabulización: uno el poema que entrelazan los tangos —totalidad precaria, ruin, que contradice el pueblo en parodias y que no sabe de otros personajes que el compadrito nostálgico, ni de otras incidencias que la prostitución—, otro genial y soslayado Recienvenido de Macedonio Fernández.
Una ilustración última. Ya no basta decir, a fuer de todos los poetas, que los espejos se asemejan a un agua. Tampoco basta dar por absoluta esa hipótesis y suponer, como cualquier Huidobro, que de los espejos sopla frescura o que los pájaros sedientos los beben y queda hueco el marco. Hemos de rebasar tales juegos. Hay que manifestar ese antojo hecho forzosa realidad de una mente: hay que mostrar un individuo que se introduce en el cristal y que persiste en su ilusorio país (donde hay figuraciones y colores, pero regidos de inmovible silencio) y que siente el bochorno de no ser más que un simulacro que obliteran las noches y que las vislumbres permiten.



En Inquisiciones (1925)
Foto captura: documental Los paseos con Borges [1975-1976]
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