10/3/18

Bernardo Schiavetta: Borges como símbolo de soberanía literaria





Con una y otra musa, soberana
Góngora



Paul Valéry ha escrito que, para los cultores de Mallarmé, tras haber descubierto su poesía, cualquier otra les resultaba carente de sutileza, descuidada : tout leur semblait naïf et lâche après qu’ils l’avaient lu.1 

Tal es exactamente mi sentimiento ante la prosa de Borges. 

¿Puede acaso decirse lo mismo de su poesía? La poesía y la prosa de Borges comparten un mismo universo temático, y en ambas aparecen las mismas características estilísticas. Con ironía, pero sin sarcasmos, las hipálages y otras galas de la milenaria tradición poética esmaltan la prosa de Borges; en ella, hasta las más chamuscadas flores retóricas, transformadas en un puro encanto literario, reviven como la rosa de Paracelso. Sin embargo, cuando Borges las utiliza en el verso, en su entorno tradicional, hay detractores que las desdeñan. 

Opacada porque se la percibe sobre el fondo de su brillante prosa, la poesía borgeana es objeto de un malentendido. El poeta Roberto Juarroz aseguraba no haber encontrado ninguna lección útil en ella.2 Muchos, en los países de lengua española, la juzgan con gran condescendencia: es demasiado clásica, dicen. Curiosamente, los mismos, cuando se presenta la ocasión, aun fuera de todo contexto, aun incompletos, reconocen sin dudar tales y tales de sus versos. Pongamos, por ejemplo, Hay cenizas en el viento o Los libros y la noche. Son títulos de libros de autores argentinos, fragmentos que cualquier honesto lector reconoce como citas del “Poema conjetural” y del “Poema de los dones”. 

Incontestablemente, Borges ha escrito versos intrínsecamente memorables. Tales reconocimientos me parecen más significativos que el juicio de cuantos siguen, sinceramente o no, cierta doxa anticlásica que prevalece todavía (personas que han aprendido las buenas costumbres pueden desviar con disgusto la mirada de una imagen obscena… y no pueden evitar después que la misma imagen las obsesione). No dudo, empero, que los versos de Borges sean demasiado clásicos a veces. Dudo que lo sean de manera ingenua: 

Perdidos estarán como Cartago 
Que con hierro y con sal borró el latino. 

Estos versos de “Límites” (El Otro, el mismo, 1964) no desentonarían en el poema “A las ruinas de Itálica” de Rodrigo Caro. En un escrito del siglo XX, su anacronismo estilístico es escandaloso. Lo es, en todo caso, para quienes no aceptan sino una poesía liberada de todo formalismo prosódico y de claridades demasiado explicativas. Sí, la poesía de Borges peca por ser límpida (aunque por culta pueda ser difícil) y a menudo métrica y rimada. El malentendido nace de cierta supersticiosa ética del lector, de un horizonte de expectativas inadecuado, demasiado contemporáneo. Examinemos ahora en el mismo libro (en El hacedor, pero en el “Museo" final), un segundo poema también intitulado “Límites”, escrito en verso libre ya rancio (digno, irónicamente, de un museo): 

Entre los libros de mi biblioteca (estoy viéndolos) 
Hay alguno que ya nunca abriré. 

A esas dos líneas corresponde, en el primer “Límites”, esta cuarteta: 

Tras el cristal ya gris la noche cesa 
Y del alto de libros que una trunca 
Sombra dilata por la vaga mesa 
Alguno habrá que no leeremos nunca. 

Los dos poemas podrían muy bien admitir una tercera versión en prosa, porque el uno y el otro son, para su autor, versiones equivalentes (literariamente equivalentes). En efecto, Borges ha afirmado sin ambigüedades que las diferencias entre “las formas de la prosa y las del verso” son para él “accidentales” (prólogo a Elogio de la sombra, 1969). Así, acerca de “El tercer hombre”, en La cifra (1981), una nota indica “esta página cuyo tema son los secretos vínculos que unen a todos los seres del mundo, es fundamentalmente igual a la que se llama «El bastón de laca». Borges afirma una y otra vez las identidades literarias entre algunos de sus poemas, canciones y prosas. Dice: “Alexander Selkirk no difiere de Odisea, libro vigésimo tercero, El puñal prefigura la milonga que he titulado Un cuchillo en el Norte y quizás el relato «El encuentro»" (prólogo a El Otro, el mismo, 1964). 

Paradojalmente pues, si una página en verso y la otra en prosa son “fundamentalmente idénticas”, lo más importante no se sitúa en su equivalencia, sino en los accidentes formales que las individualizan. En materia de poesía, pues, lo importante será percibir con deleite cómo tales articulaciones sintácticas son reforzadas por un final de verso (medido o libre), cómo tales otras lo son por un encabalgamiento entre dos versos (medidos o libres), o bien cómo esa palabra (y ninguna otra) va a asociarse, en el caso de las rimas, con aquella palabra (y con ninguna otra). 

La equivalencia del verso y de la prosa, como la yuxtaposición de rasgos estilísticos clásicos y no clásicos, atacan por cierto la supersticiosa ética del lector, el de su época y el de la nuestra, pero le proponen en cambio un contrato de lectura ucrónico. Digo ucrónico y no transhistórico, porque postular lo transhistórico es proponer una teoría de la realidad, verdadera o falsa, como lo exige la lógica científica. Lo ucrónico, en cambio, sólo puede ser una forma de ficción, la aceptación lúdica de una realidad alternativa, ni verdadera ni falsa. 

Que la lectura del estilo sea un acto de ficción, tal es el esfuerzo estético que la poesía de Borges requiere de sus lectores, gracias esa “momentánea fe que exige de nosotros el arte”3, según la versión borgeana de la willing suspension of disbelief de Coleridge. 

Baste con citar, para concluir, unos párrafos del prefacio en francés que escribió para sus OEuvres publicadas en lacolección La Pléiade: “Conozco hoy escritores que componen su obra en función de la historia de la literatura […] Eliot escribe que saber lo que quiere nuestro siglo importa más que saber lo que uno mismo quiere (eso proclama, ebrio de historia) ¿Tendré que explicar que soy el menos histórico de los hombres? Las circunstancias de la historia me alcanzan tanto como las de la geografía y política, pero creo ser un individuo, más allá de esas tentaciones.”4 

Más allá de esas tentaciones, versos y prosas de Borges son, eminentemente, en la mejor acepción de la palabra, literatura. 

Si, como lo sostuvo agudamente Barthes, ser vanguardista es saber lo que ya no es posible 5, entonces las modas neovanguardistas argentinas han ido limitando hasta la miseria los medios creativos del poeta, quitándole no sólo libertad, sino soberanía. Indiferente, como lo fue, a las dictaduras del presente, Borges es, para mí, símbolo de soberanía literaria. 


Notas

1 “Lettre sur Mallarmé”, OEuvres, Pléiade, Gallimard (1968), t.I, p. 639
2 Cf., en este volumen, el ensayo de Wilson, p. 145 (de próxima publicación en este blog)
Otras inquisiciones (1964), "El primer Wells", p. 127
4 OEuvres complètes, Pléiade, Gallimard (1996), t. I, p. x.
5 “Réquichot et son corps”, OEuvres complètes, 2002, t. IV,p. 397


En Autores varios: Borges como símbolo, Buenos Aires 2017
© 2017, Schiavetta, Bernardo
Coedición a cargo de audisea y Reflet de Lettres


Foto: Bernardo Schiavetta por Daniel Mordzinski
Salon du Livre de Paris 2014


9/3/18

Jorge Luis Borges: La cortada de Bollini







Contemporáneos del revólver, del rifle y de las misteriosas armas atómicas, contemporáneos de las vastas guerras mundiales, de la guerra del Vietnam y de la del Líbano, sentimos la nostalgia de las modestas y secretas peleas que se dieron aquí hacia mil ochocientos noventaitantos a unos pasos del Hospital Rivadavia. La zona entre los fondos del cementerio y el amarillo paredón de la cárcel se llamó alguna vez la Tierra del Fuego; la gente de aquel arrabal elegía (nos cuentan) esta cortada para los duelos a cuchillo. Esto habrá ocurrido una sola vez y luego se diría que fueron muchas. No había testigos, salvo, quizá, algún vigilante curioso que observaría y apreciaría las idas y venidas de los aceros. Un poncho haría de escudo en el brazo izquierdo; el puñal buscaría el vientre o el pecho del otro; si los duelistas eran diestros la contienda podría durar mucho tiempo.


Sea lo que fuere, es grato estar en esta casa, de noche, bajo los altos cielos rasos, y saber que afuera están las casas bajas que aún quedan, los hoy ausentes conventillos y corralones y las tal vez apócrifas sombras de esa pobre mitología.


En Atlas (1984)
Foto: Duquesa de Winthertur, Blanca Azucena de Hegi, Jorge Luis Borges y María Kodama 

En La dama de Bollini junto a Cecilia Leoni, propietaria del local donde se exhibe la imagen



8/3/18

Jorge Luis Borges: Whitman y Herman Melville








Quienes pasan de la obra poética de Whitman a su biografía se sienten algo defraudados. Ello se debe a la circunstancia de que el nombre de Whitman corresponde realmente a dos personas: el modesto autor de la obra y su semidivino protagonista. Ya veremos la razón de esta dualidad. Empecemos por considerar al primero. De linaje inglés y holandés, Walter Whitman (1819-92) nació en Long Island. Su padre era constructor de casas de madera, oficio que él también ejerció. Desde niño lo atrajeron la naturaleza y los libros. Así leyó las Mil y una noches, las obras de Shakespeare y, naturalmente, la Biblia. En 1823, su familia se había trasladado a Brooklyn. Whitman fue impresor, maestro de escuela, periodista y, a los veintiún años, director del Águila Diaria de Brooklyn, cargo que desempeñó con algún desgano. Lo perdió en 1847. Hasta entonces, su labor literaria había sido insignificante; sus biógrafos recuerdan una novela antialcoholista y unos versos mediocres. En 1848 viajó con su hermano a Nueva Orleans. Allí ocurrió algo. Hay quienes hablan de una experiencia amorosa, otros de una revelación que lo transformó hondamente. En 1855 publicó la primera edición de Leaves of Grass (Hojas de hierba), que constaba de doce poemas y que le valió una entusiasmada y justa carta de Emerson. A lo largo de su vida, Whitman publicó doce ediciones de Leaves of Grass, enriqueciéndolas cada vez con nuevas poesías. A partir de la tercera edición, que data de 1860, la obra incluyó composiciones cuya franqueza erótica, acaso jamás igualada, escandalizó a no pocos lectores. En una larga caminata, Emerson quiso disuadirlo; Whitman admitiría años después que las razones de su amigo eran irrefutables, pero no se dejó convencer. 

Durante la Guerra Civil, Whitman actuó como enfermero en los hospitales de sangre y aun en los campos de batalla. Se cuenta que su sola presencia calmaba los sufrimientos de los heridos. A principios de 1873 un ataque de parálisis lo postró. Hacia el 76 pudo viajar al Canadá y al Oeste, pero el 85 su salud volvió a decaer. Mientras tanto, su renombre se extendió por América y había llegado a Europa. Tuvo muchos discípulos, que anotaban sus menores palabras. Murió en Camden, pobre y famoso. 

Whitman se propuso una obra mesiánica, la epopeya de la democracia de América. El poeta de su predilección era Tennyson, pero su obra exigía, le pareció, un lenguaje distinto: el inglés oral de las calles americanas y de las fronteras. Intercaló además, en general de un modo incorrecto, palabras de las lenguas indígenas, del español y del francés, para que su epopeya abarcara todas las regiones del continente. En cuanto a la forma, rechazó el verso regular y la rima y optó por largas estrofas rítmicas, inspiradas por los salmos de la Escritura. 

En la épica anterior un solo héroe predominaba: Aquiles, Ulises, Eneas, Rolando o el Cid. Whitman resolvió, en cambio, que su héroe serían todos los hombres. Escribió así: 

Estos son los pensamientos de todos los hombres 
en todas las épocas y países—no me son propios; 
si no son tan tuyos como míos, son nada o casi nada; 
si no son el enigma y la solución del enigma, son nada; 
si no son tan cercanos como lejanos, son nada.

Esta es la hierba que crece donde hay tierra y hay agua; 
éste es el aire común que rodea la esfera. 

El Walt Whitman del libro es un personaje plural; es el autor y es a la vez cada uno de sus lectores, presentes o futuros. Así se justifican ciertas aparentes contradicciones; en un pasaje, Whitman nace en Long Island; en otro, en el Sur. "Partiendo de Paumanok" empieza con una biografía fantástica: el poeta refiere sus experiencias como minero, oficio que nunca ejerció, y el espectáculo de las manadas de bisontes en las praderas donde jamás estuvo.

"Salut au monde" encierra una visión total del planeta, con el día y la noche simultáneos. Entre las muchas cosas que ve, está nuestra llanura: 

Veo al gaucho atravesando los llanos, 
veo al incomparable jinete de caballos arrojando el lazo, 
veo sobre las pampas la persecución de hacienda salvaje... 

Whitman cantó como desde una aurora; John Brown ha escrito que Whitman y sus continuadores representan la idea de que América es un nuevo acontecimiento que deben celebrar los poetas, en tanto que Edgar Allan Poe y los suyos la ven como una mera continuación de Europa. La historia de la literatura americana sería el incesante conflicto de esas dos concepciones.






Como Mark Twain, como Jack London, como tantos otros escritores americanos, Herman Melville (1819-91) llevó el tipo de vida aventurera que el sedentario Whitman soñó y que le fue negado por su destino. Nació en Nueva York. La bancarrota de su padre, de antiguo linaje escocés, dejó a Melville en la indigencia a los quince años. Fue sucesivamente empleado de banco, peón, maestro de escuela y, en 1839, grumete. Así empezó su larga amistad con el mar. En 1841 navegó en una ballenera por el Pacífico. Desertó en las Islas Marquesas, fue capturado por caníbales y convivió algún tiempo con ellos. Se casó en 1847 y se estableció en Nueva York. De esta ciudad pasó a una granja en Massachussetts. Ahí entabló amistad con Nathaniel Hawthorne, que influyó en la escritura de su obra capital, Moby Dick. Durante sus últimos treinta y cinco años fue empleado de aduana. 

La obra de Melville consta de libros de navegaciones y aventuras, de novelas fantásticas y satíricas, de poemas, cuentos y la prodigiosa novela simbólica Moby Dick. Entre los cuentos recordaremos a Billy Budd, cuyo tema esencial es el conflicto de la justicia y de la ley; "Benito Cereno", que de algún modo prefigura El negro del Narciso de Conrad, y "Bartleby", cuyo ambiente coincide con el de ulteriores libros de Kafka. En el estilo de Moby Dick se advierte la influencia de Carlyle y de Shakespeare; hay capítulos concebidos como escenas de un drama. Abundan las frases inolvidables; en uno de los capítulos iniciales se habla de un predicador que se arrodilla en el púlpito y reza con tal devoción "que parecía un hombre arrodillado y rezando desde el fondo del mar". Moby Dick es el nombre de una ballena blanca, emblema del Mal, y la persecución insensata de esa ballena es el argumento de la obra. Es curioso observar que la ballena como símbolo del Demonio figura en un bestiario anglosajón del siglo IX y que el concepto de que la blancura es horrible constituye uno de los temas del Arthur Gordon Pym de Poe. Melville, en el texto mismo de la obra, niega que ésta sea una alegoría: la verdad es que podemos leerla en dos planos: como relato de hechos imaginarios y como símbolo. 

La importancia y la novedad profunda de Moby Dick no fueron inmediatamente reconocidas. En 1912, la Enciclopedia Británica no veía en ella otra cosa que una novela de aventuras. 

El lustro 1850-1855 es uno de los más significativos de las letras americanas. En 1850 aparecen La letra escarlata de Hawthorne y Hombres representativos de Emerson; en 1851, Moby Dick; en 1854, Walden de Thoreau, y en 1855, Hojas de hierba de Walt Whitman.



En Introducción a la literatura norteamericana (1967)
En colaboración con Esther Zemborain de Torres

Imágenes
Walt Whitman. Camden, 1891. Foto Samuel Murray
Herman Melville. Photo in the Hulton Archive/Getty Images

7/3/18

Jorge Luis Borges: Escila







Antes de ser un monstruo y un remolino, Escila era una ninfa, de quien se enamoró el dios Glauco. Este buscó el socorro de Circe, cuyo conocimiento de hierbas y de magias era famoso. Circe se prendó de él, pero como Glauco no olvidaba a Escila, envenenó las aguas de la fuente en que aquélla solía bañarse. Al primer contacto del agua, la parte inferior del cuerpo de Escila se convirtió en perros que ladraban. Doce pies la sostenían y se halló provista de seis cabezas, cada una con tres filas de dientes. Esta metamorfosis la aterró y se arrojó al estrecho que separa Italia de Sicilia. Los dioses la convirtieron en roca. Durante las tempestades, los navegantes oyen aún el rugido de las olas contra la roca.

Esta fábula está en las páginas de Homero, de Ovidio y de Pausanias.


En El Libro de los Seres Imaginarios (1967)
Con la colaboración de Margarita Guerrero
Retrato de Jorge Luis Borges para publicación periódica, colección particular

6/3/18

Jorge Luis Borges-Osvaldo Ferrari: Borges descree de una divinidad personal ("En diálogo", I, 16)






Osvaldo Ferrari: Muchos se preguntan, todavía —porque a veces tienen una impresión afirmativa, y otras veces una negativa—, si Borges cree o no en Dios.

Jorge Luis Borges: Si Dios significa algo en nosotros que quiere el bien, sí; ahora, si se piensa en un ser individual, no, no creo. Pero creo en un propósito ético, no sé si del universo, pero sí de cada uno de nosotros. Y ojalá pudiéramos agregar, como William Blake, un propósito estético y un propósito intelectual, también; pero eso se refiere a los individuos, no sé si al universo, ¿no? Me acuerdo de aquel verso de Tennyson: «La naturaleza, roja en el colmillo y en la garra»; como se hablaba tanto de la benéfica naturaleza, Tennyson escribió aquello.

—Esto que acaba de decir usted, Borges, confirma mi impresión en cuanto a que su posible conflicto respecto de la creencia o no creencia en Dios, tiene que ver con la posibilidad de que Dios sea justo o injusto.

—Bueno, yo creo que basta echar un vistazo sobre el universo para advertir que, ciertamente, no reina la justicia. Aquí me acuerdo de un verso de Almafuerte:
«Yo derramé, con delicadas artes sobre cada
reptil una caricia, no creía necesaria la justicia
cuando reina el dolor por todas partes».
Y luego, en otro verso, él dice: 
«Sólo pide justicia
pero será mejor que no pidas nada». 
Porque ya pedir justicia es pedir mucho, es pedir demasiado.

—Sin embargo, usted también reconoce, en el mundo, la existencia de la felicidad de las bibliotecas, y de muchas otras felicidades. 

—Eso sí, desde luego; yo diría que la felicidad, bueno, puede ser momentánea, pero es frecuente, y se da, por ejemplo, en nuestro diálogo, yo creo.

—Hay otra impresión de fondo, digamos; la impresión de que, en general, todo poeta tiene la noción de otro mundo además de este mundo, ya que en lo que escribe el poeta siempre algo parece remitirnos a un más allá de lo que esa escritura menciona ocasionalmente.

—Sí, pero ese más allá quizá sea proyectado por la escritura, o por las emociones que llevan a la escritura. Es decir, ese otro mundo es, quizá, una hermosa invención humana.

—Pero podríamos decir que en toda poesía hay una aproximación a otra cosa, más allá de las palabras con que está escrita, y de las cosas a las que hace referencia.

—Bueno, además el lenguaje es muy pobre comparado con la complejidad de las cosas. Creo que el filósofo Whitehead habla de la paradoja del diccionario perfecto; es decir, la idea de suponer que todas las palabras que el diccionario registra agotan la realidad. Y sobre eso escribió Chesterton también, diciendo que es absurdo suponer que todos los matices de la conciencia humana, que son más vastos que los de una selva, puedan caber en un sistema mecánico de gruñidos —que serían, en este caso, las palabras, dichas por un corredor de Bolsa—. Es absurdo eso y, sin embargo, se habla de idiomas perfectos; se supone que son muy ricos los idiomas, y todo idioma es muy pobre si se lo compara, bueno, con nuestra conciencia. Creo que en alguna página de Stevenson, se dice que lo que sucede en diez minutos es algo que excede a todo el vocabulario de Shakespeare (ríe), creo que es la misma idea.

—Sí, ahora, usted ha mencionado, a lo largo de su escritura, a lo divino e incluso a lo sobrenatural. Ha aceptado también, en uno de nuestros diálogos, las palabras de Murena en cuanto a que la belleza puede transmitir una verdad extramundana. Es decir, usted parece admitir la existencia de lo trascendente, sin darle el nombre de Dios; sin llamarlo Dios.

—Y, yo creo que es más seguro no llamarlo Dios; si lo llamamos Dios, ya se piensa en un individuo, y ese individuo es misteriosamente tres, según la doctrina —para mí inconcebible— de la Trinidad. En cambio, si usamos otras palabras —quizá menos precisas, o menos vívidas— podríamos acercarnos más a la verdad; si es que ese acercamiento a la verdad es posible, cosa que también ignoramos.

—Justamente por eso, Borges, se podría pensar que usted no nombra a Dios, pero que tiene una creencia, una percepción de otra realidad, además de la realidad cotidiana.

—Es que yo no sé si esta realidad es cotidiana; no sabemos si el universo pertenece al género realista o al género fantástico porque si, como creen los idealistas, todo es un sueño, entonces, lo que llamamos realidad es de esencia onírica… Bueno, Schopenhauer habló de «la esencia» (onírica parece muy pedante, ¿no?)… digamos: «La esencia soñadora de la vida». Sí, porque «onírico» ya sugiere algo tan triste como el psicoanálisis (ríe).

—El otro interrogante, además de la fe o la falta de fe, es el de si usted concibe el amor, en términos universales, como un poder o como una fuerza necesaria para la realización de la vida humana.

—No sé si necesaria, pero inevitable sí.

—No me refiero al amor que pueden darse entre sí los seres humanos, sino al que reciben o no reciben los hombres, como reciben el aire o la luz; a un amor, eventualmente, sobrenatural.

—Yo a veces me siento, digamos, misteriosamente agradecido. Sobre todo, bueno, cuando me llega la primera idea de algo que será, desgraciadamente, después, un cuento o un poema; tengo la sensación de recibir algo. Pero no sé si ese «algo» me lo da algo, o alguien; o si surge de mí mismo, ¿no? Yeats tenía la doctrina de la gran memoria, y él pensaba que no es necesario que un poeta tenga muchas experiencias, ya que hereda la memoria de los padres, de los abuelos, de los bisabuelos. Es decir, que eso va multiplicándose en progresión geométrica, y hereda la memoria de la humanidad; y eso le va siendo revelado. Ahora, De Quincey creía que la memoria es perfecta, es decir, que yo tengo en mí todo lo que he sentido, todo lo que he pensado desde que era un niño; pero que es necesario un estímulo adecuado para encontrar ese recuerdo. Y eso nos sucede… digamos, de pronto uno oye una racha de música, uno aspira cierto olor, y eso le trae un recuerdo. Él piensa que eso vendría a ser, bueno —él era cristiano—, que ése podría ser el libro que se usa en el Juicio Final; que sería el libro de la memoria de cada uno. Y eso podría llevarnos, eventualmente, al cielo o al infierno. Pero, en fin, esa mitología me es extraña.

—Qué curioso, Borges, parece que habláramos permanentemente a través de la memoria. Nuestro diálogo a veces me hace pensar en un diálogo de dos memorias.

—Es que de hecho lo es; ya que, si algo somos… nuestro pasado ¿qué es? Nuestro pasado no es lo que puede registrarse en una biografía, o lo que pueden suministrar los periódicos. Nuestro pasado es nuestra memoria. Y esa memoria puede ser una memoria latente, o errónea, pero no importa: ahí está, ¿no? Puede mentir, pero esa mentira, entonces, ya es parte de la memoria; es parte de nosotros.

—Ya que hemos hablado de la fe o de la falta de fe; hay un hecho en nuestra época que me parece muy curioso: usted sabe que durante siglos, los hombres se han preocupado —tanto en el Occidente protestante como en el Occidente católico— por el dilema de su salvación o su no salvación, por la cuestión de la salvación del alma. Yo le diría que las nuevas generaciones ni siquiera se plantean eso, ni siquiera lo conciben como dilema.

—Me parece que es bastante grave eso, ¿eh? El hecho de que una persona… bueno, quiere decir que no tienen, digamos, instinto o sentido ético, ¿no? Además, hay una tendencia —más que tendencia, hay el hábito— de juzgar un acto por sus consecuencias. Ahora, eso me parece inmoral; porque cuando uno obra, uno sabe si obra bien o mal. En cuanto a las consecuencias de un acto, se ramifican, se multiplican y quizás, al final, se equivalgan. Yo no sé, por ejemplo, si las consecuencias del descubrimiento de América han sido malas o buenas; porque son tantas… y, además, mientras conversamos están creciendo, están multiplicándose. De modo que juzgar un acto por su consecuencia, es absurdo. Pero la gente tiende a eso; por ejemplo, un certamen, una guerra, todo eso se juzga según el fracaso o el éxito, y no según el hecho de que éticamente sea justificable. Y en cuanto a las consecuencias, como digo, se multiplican de tal manera que quizá, con el tiempo, se equilibren, y después vuelvan a desequilibrarse otra vez, ya que el proceso es continuo.

—Juntamente con la pérdida de la idea de la salvación o no salvación, se da la pérdida de la idea del bien y el mal, el pecado o no pecado. Es decir, hay una visión distinta de las cosas, que no incluye la anterior cosmovisión.

—Se piensa, digamos, en lo inmediato, ¿no?; se piensa en si algo es ventajoso o no. Y se piensa, generalmente, como si no existiera el futuro; o como si no existiera otro futuro que el futuro inmediato. Se obra de acuerdo con lo que conviene en ese momento.

—Y esa extrema inmediatez nos inmediatiza, y digamos que nos futiliza incluso; nos vuelve fútiles.

—Sí, estoy plenamente de acuerdo con usted, Ferrari.




Título original: En diálogo (edición definitiva 1998)
Jorge Luis Borges & Osvaldo Ferrari, 1985
Prefacio: Jaime Labastida
Prólogos: Jorge Luis Borges (1985) & Osvaldo Ferrari (1998)

Foto: Borges (s-fecha ni atrib.) en Borges cien años
Buenos Aires, PROA (edición especial) Julio/Agosto 1999, pág. 166


4/3/18

Jorge Luis Borges: Queja de todo criollo






Muestran las naciones dos índoles: una la obligatoria, de convención, hecha de acuerdo con los requerimientos del siglo y las más veces con el prejuicio de algún definidor famoso; otra la verdadera, entrañable, que la pausada historia va declarando y que se trasluce también por el lenguaje y las costumbres. Entre ambas índoles, la aparencial y la esencial, suele advertirse una contrariedad notoria. Así, en tratándose del vulgo de Londres —fuera de duda el más reverente, sumiso, desdibujado que han visto mis andanzas— es manifiesta cosa que Dickens lo celebra por lo descarado y vivaz, cualidades que si alguna vez fueron propias ya no lo son, pero que todo narrador inglés sigue mintiendo con pertinacia relajada. En lo atañedero al pueblo español, hoy concordamos todos (aconsejados por la literatura romántica y el solamente ver en su historia la empresa americana y el Dos de Mayo) en la vehemencia desbocada de su carácter, sin recordar que Baltasar Gracián supo establecer una antítesis entre la tardanza española y el ímpetu francés. Traigo estos ejemplos a colación para que el juicio del leyente consienta con mayor docilidad lo que en mi alegato hubiere de extraño.
Quiero puntualizar la desemejanza insuperable que media entre el carácter verdadero del criollo y el que le quieren infligir.
El criollo, a mi entender, es burlón, suspicaz, desengañado de antemano de todo y tan mal sufridor de la grandiosidad verbal que en poquísimos la perdona y en ninguno la ensalza. El silencio arrimado al fatalismo tiene eficaz encarnación en los dos caudillos mayores que abrazaron el alma de Buenos Aires: en Rosas e Irigoyen. Don Juan Manuel, pese a sus fechorías e inútil sangre derramada, fue queridísimo del pueblo. Irigoyen, pese a las mojigangas oficiales, nos está siempre gobernando. La significación que el pueblo apreció en Rosas, entendió en Roca y admira en Irigoyen, es el escarnio de la teatralidad, o el ejercerla con sentido burlesco. En pueblos de mayor avidez en el vivir, los caudillos famosos se muestran botarates y gesteros, mientras aquí son taciturnos y casi desganados. Les restaría fama provechosa el impudor verbal. Ese nuestro desgano es tan entrañable que hasta en la historia —crónica de obradores y no de pensativos— se advierte. San Martín desapareciéndose en Guayaquil, Quiroga yendo a una acechanza de inevitables y certeros puñales por puro fatalismo de bravuconería; Saravia desdeñando una fácil entrada victoriosa en Montevideo, ejemplifican mi aserción. No es, empero, en la historia donde mejor puede tantearse la traza espiritual de una gente. Un noble instinto artístico, una tenaz indeliberación de tragedia, hacen que todo historiador pare mientes antes en lo irregular de un motín que en muchos lustros remansados y quietos de cotidianidad. También influyen las alternativas políticas. Los altibajos venideros arbitran si conviene situar mayor realidad en la protesta de Liniers o en el bochinche de un cabildo abierto. Consideremos algún otro semblante que sea más de siempre: verbigracia, nuestra lírica criolla. Todo es en ella quietación, desengaño; áspero y dulzarrón a la vez. La índole española se nos muestra como vehemencia pura; diríase que al asentarse en la pampa, se desparramó y se perdió. El habla se hizo más arrastrada, la igualdad de horizontes sucesivos chasqueó las ambiciones y el obligatorio rigor de sujetar un mundo montaraz se resarció en las dulces lentitudes de la payada de contrapunto, del truco dicharachero y del mate. Se achaparró la intensidad castellana, pero en los criollos quedó enhiesto y vivaz ese sonriente fatalismo mediante el cual las dos obras mejores de la literatura hispánica son dos ensalzamientos del fracaso: el Quijote en la prosa y la Epístola moral en el verso. El sufrimiento, las blandas añoranzas, la burla maliciosa y sosegada, son los eviternos motivos de nuestra lírica popular. En ella no hay asombro de metáforas; la imagen brujuleada no se realiza. En la frecuente vidalita que narra No hay rama en el monte, vidalitá, la semejanza entre el corazón herido de ausencia y la floresta maltratada por el invierno rígido no se establece, pero es preciso vislumbrarla para penetrar en la estrofa. La eficacia de los versos gauchescos nunca se manifiesta con jactancia; no está en el ictus sententiarum, en el envión de las sentencias, que diría Séneca, sino en la fácil trabazón del conjunto.
Vea los pingos. ¡Ah, hijitos!
son dos fletes soberanos.
Como si jueran hermanos
bebiendo l’agua juntitos.

murmura Estanislao del Campo con leve perfección. Lo mismo le acontece al Martín Fierro. Es conmovedora la austeridad verbal de estrofas como ésta:
Había un gringuito cautivo
que siempre hablaba del barco
y lo augaron en un charco
por causante de la peste.
Tenía los ojos celestes
como potrillito zarco.
Significativo es asimismo el pudor por el cual Martín Fierro pasa como sobre ascuas sobre la muerte de su compañero y no quiere situarla en su relación, sino alejarla en el pasado:
De rodillas a su lao
yo lo encomendé a Jesús.
Faltó a mis ojos la luz,
caí como herido del rayo.
Tuve un terrible desmayo
cuando lo vi muerto a Cruz.
En las irrisorias coplas anónimas que se derraman de vihuela en vihuela, se trasluce también todo lo idiosincrásico del criollismo. El andaluz alcanza la jocosería mediante el puro disparate y la hipérbole; el criollo la recaba, desquebrajando una expectación, prometiendo al oyente una continuidad que infringe de golpe.
Señores, escuchenmén:
tuve una vez un potrillo
que de un lao era tordillo
y del otro lao, también.
A orillas de un arroyito
vide dos toros bebiendo.
Uno era coloradito
y el otro… salió corriendo.
Cuando la perdiz canta
nublado viene;
no hay mejor seña de agua
que cuando llueve.
Tampoco en el Martín Fierro faltan ejemplos de contraste chasqueado:

A otros les salen las coplas
como agua de manantial;
pues a mí me pasa igual.

La tristura, la inmóvil burlería, la insinuación irónica, he aquí los únicos sentires que un arte criollo puede pronunciar sin dejo forastero. Muy bien está el Lugones de El solterón y de la Quimera lunar, pero muy mal está su altilocuencia de bostezable asustador de leyentes. En cuanto a gritadores como Ricardo Rojas, hechos de espuma y patriotería y de insondable nada, son un vejamen paradójico de nuestra verdadera forma de ser. El público lo siente y sin entremeterse a enjuiciar su obra la deja prudencialmente de lado, anticipando y con razón que tiene mucho más de grandioso que de legible. Nadie se arriesgará a pensar que en Fernández Moreno hay más valía que en Lugones, pero toda alma nuestra se acordará mejor con la serenidad del uno que con el arduo gongorismo del otro.
Lugones, en manifiesto aprendizaje de Herrera y Reissig o Laforgue y en cauteloso aprendizaje de Goethe, es el ejemplo menos lastimoso del trance por el cual hoy pasamos todos: el del criollo que intenta descriollarse para debelar este siglo. Su dilemática tragedia es la nuestra; su triunfo es la excepción de muchos fracasos.
Se perdió el quieto desgobierno de Rosas; los caminos de hierro fueron avalorando los campos, la mezquina y logrera agricultura desdineró la fácil ganadería y el criollo, vuelto forastero en su patria, realizó en el dolor la significación hostil de los vocablos argentinidad y progreso. Ningún prolijo cabalista numerador de letras ha desplegado ante palabra alguna la reverencia que nosotros rendimos delante de esas dos. Suya es la culpa de que los alambrados encarcelen la pampa, de que el gauchaje se haya quebrantado, de que los únicos quehaceres del criollo sean la milicia o el vagamundear o la picardía, de que nuestra ciudad se llama Babel. En el poema de Hernández y en las bucólicas narraciones de Hudson (escritas en inglés, pero más nuestras que una pena) están los actos iniciales de la tragedia criolla. Faltan los postrimeros, cuyo tablado es la perdurable llanura y la visión lineal de Buenos Aires, inquietada por la movilidad. Ya la República se nos extranjeriza, se pierde. Fracasa el criollo, pero se altiva y se insolenta la patria. En el viento hay banderas; tal vez mañana a fuerza de matanzas nos entrometeremos a civilizadores del continente. Seremos una fuerte nación. Por la virtud de esa proceridad militar, nuestros grandes varones serán claros ante los ojos del mundo. Se les inventará, si no existen. También para el pasado habrá premios. Confiemos, lector, en que se acordarán de vos y de mí en ese justo repartimiento de gloria…
Morir es ley de razas y de individuos. Hay que morirse bien, sin demasiado ahínco de quejumbre, sin pretender que el mundo pierde su savia por eso y con alguna burla linda en los labios. Se me viene a ellos el ejemplo de Santos Vega y con un dejo admonitor que antes no supe verle. Morir cantando.



En Inquisiciones (1925)
Imagen: Borges en 1932
Foto: Marka UIG - Getty Images



3/3/18

Umberto Eco: Aristóteles entre Averroes y Borges







Conferencia impartida el 8 de agosto de 2003 en Rimini, dentro de un ciclo de lecturas y comentarios sobre los clásicos, precedida por la lectura de La busca de Averroes, de Borges.

Acaban de escuchar la lectura de uno de los cuentos más fascinantes de Borges, y se estarán preguntando qué tiene que ver este cuento tanto con mi conversación de esta tarde, cuanto con este ciclo sobre los clásicos. Sin embargo, aparte del hecho de que Aristóteles es ciertamente un clásico, el título del ciclo apunta a las relaciones entre los clásicos y el presente y, como verán, yo simplemente voy a insertar, entre Aristóteles y Borges, una serie de observaciones sobre la traducción y la recepción medieval de la Poética y de la Retórica aristotélicas. Se trata de un caso interesante, que tiene sus implicaciones tanto para una historia de la cultura como para una teoría de la traducción; y este sí es un tema muy relacionado con el de los clásicos y con la apropiación que de ellos nos hacemos.

Pero antes de rastrear más de cerca la reconstrucción histórica y filológica del episodio que Borges ha brillantemente imaginado —llegando, como veremos, hasta muy cerca de la verdad— cabe hacer algunas observaciones sobre la naturaleza de la traducción.

Se suele pensar que una traducción consiste en substituir palabras y frases de la lengua A con palabras y frases de la lengua B que, en cierta medida, le sean equivalentes. He publicado hace algunos meses un libro dedicado a la traducción, Dire quasi la stessa cosa, y lo primero que puse en duda —como, por otra parte, hace todo estudioso serio de la traducción— es esa pretendida equivalencia. Vale decir que no existen sinónimos absolutos y que la noción en la que se apoyaban los traductólogos ingenuos de otrora, la de la equivalencia del significado, es muy discutible.

Les voy a ahorrar esta tarde penosas discusiones de semántica y lexicografía; quisiera sólo subrayar que en una traducción no está en juego sólo la relación entre dos lenguas, sino también la relación entre dos culturas.

Pongamos un ejemplo muy elemental. Cualquier diccionarito para turistas les dirá que la palabra italiana caffè se traduce al francés como café, al inglés como coffee, al alemán como Kaffee. Como para complicar las cosas, la palabra italiana caffè tiene dos sentidos, es decir, indica una bebida y al mismo tiempo un lugar donde se sirve dicha bebida. Pero si quisiéramos decir en un país de lengua alemana que queremos ir a un café a tomarnos un café deberemos usar dos palabras distintas: en alemán, la bebida se dice Kaffee, mientras que el lugar adopta la expresión francesa Café. Naturalmente, en América no se va a un coffee a tomar un coffee, sino que se toma un coffee en un coffee bar o en una cafetería.

Demos un paso adelante con los inconvenientes de la traducción. Incluso las expresiones donnez moi un café, give me a coffee, mi dia un caffè (ciertamente equivalentes desde un punto de vista lingüístico, buenos ejemplos de enunciados que vehiculan la misma proposición) no son culturalmente equivalentes. Enunciadas en países distintos, producen diversos efectos y se refieren a usos diferentes. Producen historias diferentes. Considérense los dos textos siguientes, uno que podría aparecer en un relato italiano, el otro, en un relato americano:

Ordinai un caffé, lo buttai giù in un secondo ed uscii dal bar. [Pedí un café, me lo bajé en un segundo y salí del bar]

He spent half an hour with the cup in his hands, sipping his coffee and thinking of Mary. [Pasó media hora con la taza entre sus manos, sorbiendo su café y pensando en Mary].

El primer relato sólo puede referirse a un café y a un bar italiano, porque un café americano no podría nunca ser ingerido en un segundo, ya sea por su cantidad —enorme— como por su temperatura. En América, para que tengan la seguridad de haber gastado bien su dinero, recibirán un vasote de plástico lleno hasta el borde de un brebaje negro, y ese brebaje debe estar prácticamente a cien grados, por lo cual deben esperar un buen momento para que sea bebible —o bien deberán pedir un regular coffee el cual, contra toda expectativa, no es regular porque es oscuro (y no lungo ni ristretto) sino porque viene corregido con leche fría. Por supuesto, ahora incluso en América se conoce el café expreso, pero aun así es siempre raro que lo sirvan para consumir de pie, y en cualquier caso la cantidad será superior a la del pocillo que los italianos usan para el café lungo doppio. Imaginen, pues, a un lector americano, sobre todo de hace veinte años, que hubiera leído el relato italiano citado más arriba. Se hubiera preguntado cómo hizo el protagonista de esa historia, sin duda de ciencia ficción, para bajarse de un solo trago una cantidad industrial de café hirviendo.

En cuanto a la segunda historia, con toda evidencia no podría referirse a un personaje que vive en Italia y bebe un expreso, porque presupone la existencia de una taza alta y profunda que contiene una cantidad de bebida diez veces superior. Así el lector italiano que jamás hubiere visto una película americana en la que se bebe café, se preguntaría cómo hace ese americano para tener con ambas manos aquella tacita de expreso y para tardar media hora en vaciarla.

Como se comprende, pues, un diccionario no basta para establecer qué término deba sustituir a otro en el proceso de una traducción. Un buen traductor del inglés —repito, al menos hace algunas décadas— habría debido introducir algún elemento complementario para ayudar a los propios lectores a imaginarse la escena, por ejemplo, hablando de una gran taza o algo por el estilo. Pero imaginen a un traductor de hace sesenta años, antes de que llegaran a Italia las tropas americanas, que no tuviese la más mínima idea de cómo es un American Coffee. Se habría visto en un serio aprieto al traducir esa frase, y se habría sentido tan despistado como su lector.

Esto es, en pocas palabras, lo que se entiende al decir que en una traducción entra en línea de cuenta no sólo la relación entre dos lenguas sino también la relación entre dos culturas. Naturalmente, no hay que exagerar.

En su ensayo Miseria y esplendor de la traducción, Ortega y Gasset (1937) dice que no es cierto que todo lenguaje pueda expresar cualquier cosa, y argumenta de esta forma:

«La lengua vasca (...) se olvidó de incluir en su vocabulario un signo para designar a Dios y fue menester echar mano del que significaba “señor de lo alto” –Jaungoikua. Como hace siglos desapareció la autoridad señorial, Jaungoikua significa hoy directamente Dios, pero hemos de ponernos en la época en que se vio obligada a pensar a Dios como gobernador civil o cosa por el estilo. Precisamente, este caso nos revela que, faltos de nombre para Dios, costaba mucho trabajo a los vascos pensarlo: por eso tardaron tanto en convertirse al cristianismo...» (Obras completas. Vol. V. Madrid: Revista de Occidente, 1983. Págs. 442-443).

Este ejemplo, con todo respeto por Ortega y Gasset, me parece ingenuo. Si Ortega tuviera razón, los latinos habrían debido tener problemas para convertirse porque llamaban a Dios dominus, que era un apelativo civil o político, y los anglosajones encontrarían difícil concebir una idea de Dios, dado que lo llaman todavía hoy Lord, apelativo aplicable justamente a un señor feudal. Por otra parte, tampoco nosotros hacemos algo diferente cuando hablamos del Señor.

Sin embargo, de vez en cuando esas discrepancias culturales deben ser tomadas un poco más en serio. Por ejemplo, George Steiner (After Babel, London: Oxford UP, 1975) muestra muy bien cómo algunos textos de Shakespeare y de Jane Austen no son plenamente comprensibles para el lector contemporáneo que no conozca no sólo el léxico de la época, sino incluso el background cultural de los autores.

Me he sentido siempre intrigado por las posibles traducciones del comienzo de Le cimetière marin de Valéry, que dice:

Ce toit tranquille, où marchent des colombes,
entre les pins palpite, entre les tombes;
midi le juste y compose de feux
la mer, la mer, toujours recommencée!

Es evidente que ese techo sobre el que pasean las palomas es el mar, salpicado por las blancas velas de los barcos, y aun cuando el lector no hubiera captado la metáfora desde el primer verso, el cuarto, por decir así, le ofrecería su traducción. El problema reside, más bien, en que en el proceso de desambiguación de una metáfora el lector parte del vehículo (el metaforizante) no sólo tomándolo como realidad verbal, sino también activando las imágenes que éste le sugiere. Y la imagen más obvia es aquí la de un mar azul. ¿Por qué una superficie azul debe aparecer como un techo? La cosa resulta difícil para el lector italiano y para los lectores de aquellos países (incluida la Provenza) donde los techos son por definición colorados. El hecho es que Valéry, aunque hablaba de un cementerio de Provenza y había nacido en Provenza, pensaba (en mi opinión) como parisino. Y en París los techos son de pizarra y bajo el sol pueden dar reflejos metálicos. Por lo tanto, midi le juste crea sobre la superficie marina reverberaciones plateadas que sugieren a Valery la extensión de los techos parisinos. No veo otra explicación para la elección de esta metáfora, pero me doy cuenta de que resiste a cualquier tentativa de traducción clarificante (a menos de perderse en paráfrasis explicativas que matarían el ritmo y desnaturalizarían la poesía).

Todos estos problemas emergen con fuerza si seguimos la historia del modo en que fueron recibidas la Poética y la Retórica de Aristóteles en la Edad Media. Repasemos esta historia y, para ser precisos y entender bien lo acontecido, hagámoslo con una abundancia de detalles filológicos superior a la que Borges nos suministró.

Recordemos cuáles son los dos grandes descubrimientos que Aristóteles nos propuso en su Poética.

El primero es un minucioso análisis de la acción trágica. Más tarde, especialmente en nuestro siglo, se descubrió la aplicabilidad de ese análisis no sólo a las tragedias del tiempo de Aristóteles sino a toda forma de narratividad, incluida la cinematográfica. No es mi intención repetirles cosas conocidas, pero Aristóteles teoriza una situación que es fundamental no sólo para toda tragedia sino para toda historia que pudiera llegar a apasionarnos. La tragedia es la mimesis, es decir la imitación de una acción, en la cual a un personaje, ni mejor ni peor que nosotros —en el que podemos, pues, identificarnos— le ocurren acontecimientos terribles, peripecias, reconocimientos dramáticos (del tipo “¡Eres mi hijo!”, “¡Padre, padre mío!”) y reveses de fortuna hasta que su destino se cumple en una catástrofe final en que, frente a su desventura, sentimos al mismo tiempo piedad y terror. Esta experiencia produce en nosotros una suerte de purificación, la catarsis, y no vamos a discutir ahora, reproduciendo un debate que ya ha durado siglos, si la purificación de que hablaba Aristóteles debía ocurrir de modo homeopático, —sufrimos las mismas pasiones del personaje, y al sufrirlas, nos vemos liberados— o de modo alopático —vemos representadas esas pasiones, pero al no estar personalmente implicados hasta el fondo, podemos, sí, liberarnos pero no porque las compartamos, sino porque nos volvemos capaces de observarlas y juzgarlas a la debida distancia.

Bastaría con esta gran lección para hacer de la Poética uno de los textos fundamentales de todas las civilizaciones, pero Aristóteles nos dice todavía más y lo que dice en la Poética lo perfecciona en muchas páginas de la Retórica. La tragedia imita una acción, pragma, a través de un relato, mythos, pero expresa este relato a través de un discurso, lexis. Así, Aristóteles, analizando las distintas soluciones lingüísticas y estilísticas a través de las cuales debe manifestarse la acción trágica, nos habla de la metáfora, subrayando en ella no los aspectos ornamentales sino los cognitivos.

La metáfora (y, en general, toda figura retórica, porque Aristóteles no distingue todavía entre metáfora, metonimia, sinécdoque y otras figuras) sirve para hacernos ver las cosas bajo una luz distinta y, por ende, mejor. La metáfora es la mejor de todas las figuras retóricas porque entender metáforas quiere decir “saber vislumbrar lo semejante” o “el concepto afín”. El verbo usado es theōreîn, que significa vislumbrar, investigar, parangonar, juzgar. Aristóteles aporta ejemplos de metáforas banales, como las que van de género a especie (“aquí está mi nave”, porque estar es un género que contiene tanto el estar detenido como el estar anclado) o de especie a género (“Ulises ha llevado a cabo diez mil hazañas”, porque diez mil sería una especie del género muchas), que de hecho no son metáforas propiamente dichas, sino eso que más tarde será llamado sinécdoque. Pero Aristóteles cita metáforas más interesantes desde el punto de vista poético cuando habla de la metáfora de especie a especie (“extrayendo su vida con la navaja”, donde extraer de una copa o substraer sangre son dos especies del género sacar). En cuanto a las metáforas por analogía, da la impresión de que enumera expresiones bastante codificadas, como “el escudo de Dionisio” o “el cuenco de Marte”, o la tarde como la vejez del día: dos metáforas que se basan en la analogía de cuatro términos en la que el escudo es a Marte como la copa o el cuenco son a Dionisio; y la tarde es al día como la vejez es a la vida. Sin embargo, identifica una hermosa y original expresión poética en “sembrando la divina llama”, dicho del sol (tal vez por Píndaro) —donde la semilla es al labriego como los rayos emanados son al sol— y del mismo modo aprecia un casi enigma como “vi a un hombre que a un hombre con el fuego el bronce le adhería”, dicho de la ventosa. Son casos en los que el hallazgo poético impone una investigación sobre la semejanza, sugerida pero no muy evidente.

Los pasajes relevantes de la Retórica son mucho más numerosos, y los ejemplos de analogía no son para nada banales, como el famoso ejemplo en que los piratas son llamados “proveedores” o “abastecedores”. Aquí se descubre que mientras que en general consideramos al ladrón como alguien que se apropia ilegalmente de algo que no le pertenece, y al comerciante como alguien que vende legalmente lo que era suyo, de hecho parecería que ambos tienen una propiedad común, porque ambos, diría, realizan el traspaso de mercaderías desde una fuente hasta el consumidor. La identificación del rasgo común es osada, porque se dejan en la sombra otros rasgos discordantes, como la oposición entre modo pacífico y violento. La agudeza aparece así como una sorpresa ingeniosa y vivaz, y estimula a reconsiderar irónicamente el papel del pirata en la economía mediterránea. Aristóteles dice que cuando la metáfora nos hace ver las cosas al revés de lo que creíamos, resulta evidente que hemos aprendido algo, y es como si nuestra mente dijera “Era así, y yo estaba errado”.

Cuando, a propósito de los asteîa, que traduciremos por “agudezas”*, se dice que el poeta llama a la vejez “paja”, se especifica que tal metáfora nos produce un conocimiento a través del género común, en la medida en que tanto la vejez como la paja pertenecen al género de lo marchito. La sequedad y la aridez de la paja echan una luz de tristeza sobre el marchitamiento debido a la edad avanzada y de esta forma la metáfora nos hace aprender algo que antes no habíamos considerado suficientemente. Para continuar con otros ejemplos dados por Aristóteles, llamar “molinos variopintos” a los trirremes y “banquetes áticos” a las tabernas es una hermosa manera de hacer ver algo en forma inusitada.

Al hacer esto —éste es el punto fundamental— las metáforas “ponen la cosa ante los ojos” (tõ poieîn tò prãgma prò ommátôn). Este “poner ante los ojos” aparece varias veces más en el texto aristotélico y nos dice que la metáfora produce una evidencia inmediata, evidentemente inhabitual, inesperada.

¿Existen razones para que esta teoría de la metáfora haya aparecido justo cuando se debía explicar cómo funciona la tragedia? Yo diría que sí. El análisis de la tragedia explica cómo una secuencia de acciones puede producir en nosotros el desencadenamiento de muchas pasiones y al mismo tiempo su superación, a través de lo que podríamos definir como una más profunda comprensión del Hado y de las vicisitudes humanas. Y la teoría de la metáfora explica cómo no sólo el relato o la representación de las vicisitudes de nuestros semejantes sino también las estrategias del lenguaje pueden producir sorpresa y, con la sorpresa, una mejor comprensión de las cosas, como si nos las hubieran puesto por primera vez ante los ojos. ¿Nos esperábamos que Edipo matase a su padre y se casase con su madre, que no comprendiese que era el responsable de la peste de Tebas y que sólo al final descubriese en qué abismo lo habían precipitado los dioses? No, la tragedia es la máquina narrativa y espectacular que nos lleva a comprender lo que acontece a los hombres en el transcurso de su vida. ¿Nos esperábamos que los piratas pudiesen ser vistos como afines a los comerciantes? No, pero la metáfora nos invita a considerar las cosas de la vida humana bajo una luz nueva. Las acciones trágicas y la metáfora son instrumentos de conocimiento y revelación. Si no se capta esto no se comprende la grandeza de la Poética aristotélica.

Ahora bien, ambos descubrimientos aristotélicos fueron insuficientemente apreciados por el Medioevo latino. No me detendré a discutir aquí las diversas razones de este fenómeno, al cual le hemos dedicado numerosos seminarios en la Scuola Superiore di Studi Umanistici de la Universidad de Bolonia. Les ruego que me crean bajo palabra, la Edad Media no teorizó en modo eficaz la función cognitiva de la metáfora, pero tampoco realizó una teoría de la acción trágica.

En lo que hace al teatro, las razones son bastante evidentes: después de la temporada de excelentes imitaciones de la tragedia griega, de Livio Andrónico a Nevio, Enio, Pacuvio y Accio, la tragedia romana comienza a declinar, cediendo su puesto a la comedia, y ya desde la era neroniana no tenemos más obras dignas de interés o, si había, se perdieron. Quedan las tragedias de Séneca, probablemente destinadas a la lectura y no a la representación; paulatinamente el significado mismo del término tragedia cambia, tanto que en el siglo III Hosidius Geta compone una Medea que no es más que un centón de versos virgilianos. Poco a poco la distinción entre los varios géneros literarios se esfuma, manteniéndose, en el mejor de los casos, entre los gramáticos, pero en plena Edad Media ya la tragedia se opone sólo a la comedia, sin que esos dos términos remitan a una acción teatral.

Según Guillermo de Saint Thierry (Comment. in Cant., PL 180) la comedia es una historia que, a pesar de que contiene pasajes elegíacos que hablan de los dolores de los amantes, se resuelve en un final alegre; Honorio de Autun (De animae esilio et patria, PL 172) llama tragedias a poemas que tratan de la guerra, como el de Lucano, mientras las comedias cantan las nupcias, como las obras de Terencio. En la Poetria de Juan de Garlandia encontramos una clasificación de los géneros literarios en donde la tragedia es definida como un poema que empieza con la felicidad y termina en el luto, mientras la comedia es un poema gracioso que comienza con la tristeza y acaba en el gozo. En la Epistola a Cangrande della Scala, Dante explicará que tragedia es toda composición literaria que tiene un inicio admirable y sereno y se encamina hacia una conclusión “fétida y horrible”. Y de hecho la Comedia de Dante se llamaba así no porque fuese una obra teatral, sino porque tenía un final alegre, por cierto, el más alegre y glorioso de todos.

No quiere decir que la Edad Media ignorara el teatro. Pero los grandes edificios públicos romanos dedicados a las representaciones trágicas ya habían desaparecido o habían sido destinados a usos religiosos, y el teatro medieval se hacía en la iglesia o en la plaza: en la iglesia, el misterio sacro, en la plaza, los ludi de los juglares y de los histriones. Las tragedias de Séneca son descubiertas sólo en el Siglo XIV, y permanecen conocidas en el ambiente de los protohumanistas; pero es sólo en el Renacimiento, a través del De Architectura de Vitruvio, que se comenzará a reconsiderar la arquitectura teatral, mientras que en 1499 aparece impresa una versión latina de la Poética de Aristóteles. A partir de allí comenzará la obra de los grandes comentadores de la dramaturgia aristotélica como Castelvetro, Robortello, Riccoboni y otros.

Más desconcertante parece el desinterés medieval por una reflexión sobre la metáfora como vehículo de conocimiento y no sólo como puro ornamento. Observen que estoy hablando de la Edad Media, de una época en la que los poetas han sabido crear metáforas maravillosas, y bastaría con citar el dulce color de oriental zafiro de Dante o el rostro de nieve coloreado de granate de Guinizelli. Pero los teóricos no han logrado plenamente construir ni una teoría del poder cognitivo de la metáfora ni una técnica capaz de analizar metáforas para mostrar cuánto nos hacen conocer. Una de las disertaciones más esmeradas sobre las metáforas poéticas la debemos a Santo Tomás de Aquino, quien nos dice que las metáforas de los poetas forman parte del significado literal, es decir que no exigen ningún esfuerzo de la imaginación o del intelecto para ser comprendidas —a diferencia de las alegorías bíblicas, que exigen descubrir lo que ha querido decir el autor sagrado, por encima y por debajo del significado literal. Parece entonces que para Santo Tomás la metáfora no nos haría descubrir nada, sino que diría lo que ya sabemos y entendemos muy bien, pero expresado en términos figurados. Dante es un ejemplo curioso a este respecto.

Tomemos la Vita nuova, y limitémonos a examinar cómo explica Dante “Tanto gentile e tanto honesta pare” [tan gentil y tan honesta aparece]. El soneto exhibe algunas metáforas hermosas, como benignamente d’umiltà vestuta [benignamente de humildad vestida], dolcezza al core [dulzura para el corazón], por no hablar de la invitación hecha al alma de “sospirare” [suspirar]. Pues bien, Dante aclara inmediatamente que “este soneto es tan fácil de entender… que no necesita ninguna división”. Y lo mismo hace con las otras composiciones que comenta: aclara su sentido, pero no le pasa por la mente la idea de explicar las metáforas. Lo mismo ocurre con el Convivio. Más aún, es curioso que al explicar Amor che ne la mente mi raciona [Amor que en la mente me razona] (y diría que ese “razona” es ya una primera expresión metafórica, por no hablar del cuarto verso, donde el intelecto “desvía”), Dante no solamente no explica sus metáforas, sino que, para esclarecer el sentido filosófico de su canción, usa otras metáforas, a manos llenas, como si fueran comprensibles para todos: Lo quale amore poi, trovando la mia disposta vita al suo ardore, a guisa di fuoco, di picciolo in grande fiamma s’accese; sì che non solamente vegghiando, ma dormendo, lume di costei ne la mia testa era guidato [“El cual amor luego, encontrando mi vida dispuesta a su ardor, a guisa de fuego, de pajuela en grande llama se enciende, de tal forma que no solamente velando sino durmiendo, por la luz de aquél en mi cabeza era guiado”] (y luego se habla de “habitáculo de mi amor”, de “multiplicado incendio”, etc.). Lo mismo en el caso del poema Voi che‘ntendendo, allí donde la canción, bastante filosófica, no exhibe muchas metáforas, en el comentario Dante prodiga a granel metáforas que pretenden explicar el texto, sin preocuparse por explicarlas a su vez, como “traspasamiento”, “enviudada vida”, “desposar aquella imagen”, “mucha batalla dentro del pensamiento”, “roca de mi mente”. Es decir que para él, como para Tomás, las metáforas forman parte muy llanamente del significado literal y no requieren esfuerzo interpretativo.

Ahora bien, lo que quisiera mostrar esta tarde es que ese doble desconcierto medieval, hacia la tragedia y hacia la naturaleza cognitiva de la metáfora, se debe a algunos incidentes de traducción o al modo en el cual los textos aristotélicos han llegado a la Edad Media, tanto latina como árabe.

Antes que nada quisiera abordar un curioso fenómeno con respecto a Borges. Lo que Borges ha narrado en su relato La busca de Averroes no es una simple creación de su fantasía, si bien su fantasía ha sabido representar admirable y poéticamente un hecho real. Diré de entrada que, aunque el relato de Borges cita entre sus fuentes de segunda mano Renan y Asín Palacios, a mi parecer sus informaciones provienen de la Historia de las ideas estéticas en España, en donde Marcelino Menéndez y Pelayo cuenta casi como Borges los distintos incidentes filológicos sobre los cuales voy a detenerme un poco más detalladamente. Pero ésa era la capacidad casi adivinatoria de Borges, que tal vez encontraba una sugerencia, un indicio en una entrada de enciclopedia, y de allí sacaba una serie de reflexiones que nos hacen creer que había leído y entendido a fondo textos que en realidad no había leído nunca.

La primera y más radical observación que corresponde hacer sobre el Aristóteles latino es que tanto la Poética como la Retórica, con su disertación más amplia sobre la metáfora, aparecieron mucho más tarde en la cultura medieval y, aun después de haber sido traducidas, no ejercieron ninguna influencia digna de mención.

Boecio había traducido en el siglo VI todo el Organon, pero durante siglos sólo circuló una parte, la llamada Logica Vetus: las Categorías, el De interpretatione, los Primeros Analíticos, los Tópicos, los Elencos Sofísticos. Sólo entre los siglos XII y XIII entran en circulación textos fundamentales como la Metafísica y los Analíticos Posteriores (ya traducidos por Boecio, pero la traducción se había perdido y habían quedado prácticamente desconocidos). Luego seguirán las obras de moral y de política.

Volvamos ahora a la Poética y a la Retórica. No olvidemos que en los primeros siglos después del año mil era más fácil traducir del árabe que del griego y por lo tanto lo primero que la Edad Media conoce de poética y retórica de Aristóteles proviene de textos árabes traducidos en pésimo latín. De la Poética existía un comentario de Averroes, de 1175, llamado Comentario Medio, y es éste el que fue traducido por primera vez en 1256, es decir ochenta años más tarde, por un cierto Hernán Alemán [Hermannus Teutonicus o Germanus]. Sólo en 1278 Guillermo de Moerbeke traducirá la Poética del griego, es decir, para situarnos, después de la muerte de Tomás de Aquino y cuando Dante era ya adolescente.

La Retórica existía en una translatio vetus del griego, pero ésta no había tenido mucha suerte y sólo se le conocen cinco manuscritos. En el siglo XIII, otra vez Hernán Alemán (el traductor del Comentario Medio de Averroes a la Poética) realiza una traducción de la Retórica a partir del árabe, anteponiéndole el inicio del Comentario Medio averroístico. Un inmundo patchwork que durante mucho tiempo fue tomado por la traducción del comentario de Averroes, hasta tal punto era irreconocible la fuente griega. Sólo más tarde, Guillermo de Moerbeke propondrá una nueva traducción, esta vez a partir del griego.

Todo esto nos da a entender que la Retórica y la Poética, aunque aparecen en latín, aparecen tarde, reduciendo a poco y nada su influencia en el pensamiento medieval. Menos influencia todavía pudieron tener en el pensamiento de los poetas y de los teóricos de la poesía ya que, siguiendo una tradición árabe, la poética y la retórica fueron consideradas al inicio como parte de la lógica, como estudios sobre discursos persuasivos que podrían ser usados con fines políticos y morales.

Por otra parte, el hecho de que existiese una traducción no quiere decir que circulara y tuviera éxito inmediatamente. Roger Bacon, en el Opus Majus, se lamenta de las traducciones aristotélicas que circulaban en su época, tan “perversas” y “horribles” que nadie podía comprenderlas. Y hablaba de textos cum defecto translations et squalore. En la Cuarta Parte, 2, habla del libro de Aristóteles De poetico argumento que Hernán Aleman no había logrado traducir bien a causa de las dificultades lingüísticas que habían hecho que no entendiera nada. En efecto, en la introducción a su traducción de Averroes, Hernán recuerda que había querido traducir la Poética (evidentemente del árabe) pero que había encontrado tantas dificultades para dar cuenta de las citas poéticas en árabe, y tanta oscuridad terminológica, que había tenido que renunciar. Por eso traduce sólo el comentario de Averroes. Quiere decir que si estas traducciones circulaban, incluso personas informadas como Bacon las tenían poco en cuenta.

Averroes no conocía el griego y a duras penas conocía el siríaco, y había leído a Aristóteles en una traducción árabe del siglo X, que provenía a su vez de una versión siríaca. Imaginemos entonces lo que el lector latino podía entender de Aristóteles, de la traducción que Hernán Alemán había hecho de un texto árabe el cual, a su vez, trataba de entender una traducción siríaca de un texto griego desconocido.

Pero ¿qué es lo que en realidad había combinado Averroes? Aquí volvemos al relato de Borges en el cual el escritor argentino imagina a Abulgualid Muhámmad Ibn-Ahmad Ibn-Muhámmad Ibn-Rusd tratando de comentar la Poética aristotélica. Lo que le preocupa es que no conoce el significado de las palabras tragedia y comedia, ya encontradas nueve años antes al leer la Retórica. Y es obvio, porque se trataba de formas artísticas desconocidas en la tradición árabe. El sabor del relato borgesiano le viene del hecho de que, mientras Averroes se atormenta sobre el significado de esos términos obscuros, bajo sus ventanas hay niños que juegan a representar un almuédano, un alminar y los fieles, o sea que hacen teatro, pero ni ellos ni Averroes lo saben. Más tarde, alguien le cuenta al filósofo de una extraña ceremonia vista en China, y, por la descripción, el lector comprende (pero no los personajes del relato) que se trataba de una acción teatral. Al final de esta verdadera y cabal comedia de equívocos, Averroes retoma su meditación sobre Aristóteles y concluye que Aristú denomina tragedia a los panegíricos y comedias a las sátiras y anatemas. Admirables tragedias y comedias abundan en las páginas del Corán y en las mohalacas del santuario.

Si existe un hermoso apólogo sobre la incomprensión entre las culturas, es precisamente éste.

Lo que Borges reconstruye es exactamente lo que había acontecido a Averroes. Hoy disponemos de traducciones inglesas del texto árabe de Averroes, y disponemos de la pésima traducción latina de Hernán Aleman –dos textos que muy probablemente Borges no conocía— y nos damos cuenta, leyendo estos textos, de que lo que cuenta Borges es absolutamente verdadero. Todo lo que Aristóteles atribuye a la tragedia, en el Comentario Medio de Averroes es atribuido a la poesía, y a aquella forma poética que es la vituperatio o la laudatio, es decir, el poema de alabanza. Esta poesía “epidíctica” (es decir en alabanza o reproche de algo) se vale de representaciones (y Averroes recuerda cómo les gusta a los hombres la imitación de las cosas, no sólo a través de las palabras, sino también a través de las imágenes, el canto y la danza), pero traduciendo a Aristóteles, Averroes habla de representaciones verbales y no llega a imaginar una representación teatral. Tales representaciones tienden a instigar a acciones virtuosas y por eso su cometido es moralizante. El pragma aristotélico —que es la acción dramática, la sucesión de los hechos— se convierte para Averroes en una empresa virtuosa (y así traduce Hernán al latín, operatio virtuosa). Averroes comprende que la poesía tiende a suscitar piedad y temor para sacudir los ánimos. Pero para él aun estos procedimientos tienen como objetivo el volver persuasivos ciertos valores morales, y esta idea moralizadora de la poesía impide a Averroes intuir la concepción aristotélica de la fundamental función catártica (no didascálica) de la acción trágica.

Más borgesiana es la situación en que Averroes, comentando la Poética llega al pasaje en se enumeran los componentes de la tragedia, que son mythos, êthê, léxis, diánoia, ópsis y melopoiía, que habitualmente se traducen como historia, caracteres, discurso, pensamiento, visión y melodía. Averroes entiende el primer término como “afirmación mítica” (Hernán traduce sermo fabularis), el segundo, como “carácter” (pero Hernán traduce consuetudines), el tercero, como “metro” (Hernán: metrum seu pondus), el cuarto, como “creencias” (Hernán: credulitas), es decir, como “habilidad para representar lo que existe o lo que no existe de tal o cual manera”. El sexto componente es rectamente entendido como “melodía” (tonus), pero evidentemente Averroes piensa en una melodía poética, no en la presencia de músicos en el escenario. El drama (el término viene al caso) ocurre con el quinto componente, ópsis. Averroes no puede pensar que haya una representación visual de acciones, y traduciendo nazar piensa en algo que “explica la rectitud de las creencias”, es decir, en un tipo de argumentación que demuestra la bondad de las creencias representadas (siempre con fines morales). Y Hernán no puede sino adecuarse y traduce “La consideración, o la prueba de rectitud de la creencia”.

Malentendiendo así el espectáculo, Averroes dice al llegar a este punto que “la eulogia no usa el arte de la disimulación como lo hace la retórica” (uso la traducción inglesa de Butterworth 1980: 79). Qué decía exactamente el texto árabe, no lo sé, pero evidentemente debe haber sido más explícito, si Hernán puede traducir que esa extraña forma poética que Aristóteles llama tragedia “no hace uso de gesticulaciones y expresiones del rostro como ocurre en la oración retórica”. Excluye así el único aspecto verdaderamente teatral de la tragedia, la acción del actor. Por otra parte, Averroes había sido inducido al error por el pasaje en el que Aristóteles decía que el espectáculo, por atrayente que fuera, no es peculiar del arte poética, en la medida en que la tragedia funciona también sin actuación y sin actores. Aristóteles quería sólo decir que la tragedia puede también ser leída sin ser representada (tal como la habría entendido Séneca) pero Averroes entiende que todo aspecto visual es extranjero a la tragedia, considerada como poema de alabanza.

En varios casos Hernán empeora lo que había combinado Averroes. Aun sin entender qué era un espectáculo trágico, Averroes había intuido que podía implicar fenómenos como la peripecia y el reconocimiento y los traducía con términos equivalentes a “inversión” y “descubrimiento”. Y esto, porque también en una narración poética podían hallarse episodios de peripecia y reconocimiento. Pero cuando se ve confrontado con la tarea de explicarlos, Averroes va más allá de las intenciones aristotélicas y los presenta como casos de metáfora, es decir, como descubrimiento de cosas semejantes entre ellas.

Hernán traduce por inversión y descubrimiento circulatio y directio, términos que a nosotros nos dejan perplejos, y qué le vamos a hacer, pero que ciertamente no eran aptos para esclarecer las ideas de sus lectores.

Esta historia, que Borges ha hecho revivir tan bien, nos dice precisamente que la traducción no es sólo un asunto que implica dos lenguas, sino también un encuentro entre culturas. Aun cuando Averroes hubiera tenido un diccionario griego-árabe que le dijera cómo se traduce en su lengua el término griego tragedia, habría seguido sin comprender qué es una tragedia, porque su cultura no lo había habituado a obras teatrales.

Veamos ahora lo que ocurre con los traductores latinos que, sin haber sido influenciados por el texto de Averroes, traducirán la Poética y la Retórica del griego.

En la primera traducción de la Poética hecha a partir del griego, la de Guillermo de Moerbeke, se traducen correctamente los términos técnicos y se habla de tragodia y de komodia. ¿Por qué? Porque hemos visto que la Edad Media latina tenía una noción del teatro (tal vez también lo sabía Hernán, pero no olvidemos que no encontraba en árabe el término tragōdìa como lo encontraba Moerbeke en griego, y por tanto, ni siquiera le pasaba por la cabeza que de esto se trataba). Moerbeke, como se ha dicho, tenía presentes los juegos de los juglares e histriones, o el misterio sacro, y es por eso que no cometió el error de Averroes. Así, la mimesis es traducida por imitatio, piedad y terror por misericordia y timor, pathos por passio, las seis partes de la tragedia pasan a ser fábula, mores, locutio, ratiocinatio, visus y melodie, y se entiende que el visus se refiere a la acción mímica del ypocrita, es decir del histrión. Y se habla de peripetie y anagnorisees (idest recognitiones).

Sin embargo, tampoco Moerbeke podía tener una idea clara de lo que era la tragedia griega. Hugo de San Víctor (Didascalicon, II. 27) dice que el arte del espectáculo toma el nombre de “arte teatral” de la palabra “teatro”, que hace referencia a un lugar donde los pueblos antiguos se reunían para divertirse, y en el teatro se recitaban en voz alta acontecimientos dramáticos, con lecturas de poemas o bien con representaciones de actores y máscaras. Siempre de oídas (citando a Horacio, Poet. 97), el Ars versificatoria de Mateo de Vendôme (2,5) habla de la tragedia como representación sobre coturnos donde aparecen escenas y expresiones feroces.

O sea que Moerbeke sabía qué era una acción teatral pero no sabía de qué hablaban las tragedias clásicas. Por eso traduce como puede, deja sospechar que se habla de algo diverso de lo que estaban acostumbrados a ver los espectadores medievales, pero no puede hacer nada más. Y me imagino el desinterés con que sus lectores podían leer la descripción, bastante correcta desde el punto de vista de la traducción, de una práctica que les era ajena. Las otras obras de Aristóteles hablaban de substancia y accidentes, de modos de razonar, de la forma de los cielos y de la naturaleza de los animales, cosas todas que tocaban de cerca a los lectores medievales. Pero la Poética hablaba de algo que no conocían. Por eso este texto —además de haber aparecido en latín demasiado tarde— no tuvo suerte. Y en cuanto a la Retórica, se prefirió, como se ha dicho, acentuar sus aspectos argumentativos.

Por lo que hace a la historia del encuentro entre Aristóteles, Averroes y Borges, mi discurso podría terminar aquí. He mostrado simplemente cómo Borges vio justo y captó el problema paradójico que surge en la traducción cuando se desencuentran dos culturas por ciertos aspectos mutuamente impermeables. Sin embargo, las diferencias culturales han pesado también en la comprensión de los ejemplos de metáfora dados por Aristóteles.

Ciertos modos de presentar las cosas bajo una luz nueva pueden aparecer tales en griego pero no en latín y menos todavía en árabe. Por eso Averroes, cuando se encontró frente a ejemplos de metáforas sacadas de la lengua y de la literatura griegas, las substituyó con metáforas sacadas de la literatura árabe. Y tal vez ni siquiera sustituía metáforas griegas, mal traducidas al siríaco, sino metáforas que ya habían sido substituidas por el traductor siríaco. ¿Qué debía hacer Hernán Aleman para lograr que metáforas árabes resultaran comprensibles para el lector medieval latino? ¿Qué decir del efecto que podría producir la metáfora de un tal Arragici con la que Averroes remplaza los ejemplos de Aristóteles, y que habla de un sol en el crepúsculo que aparece como un ojo estrábico? Tal vez se refería a una experiencia corriente para quien observa el atardecer en un desierto pero no para quien lo ve en los climas templados.

Cuando Averroes remplaza un ejemplo aristotélico por un ejemplo árabe, y cita “los caballos de la juventud y sus arneses han sido quitados”, por decir que en la vejez desaparecen la guerra y el amor, actividades de la juventud, Hernán (que probablemente era un monje púdico, ajeno tanto a la excitación de la guerra cuanto a los goces del amor) substituye todo con expresiones trilladas como los prados ríen y la playa es arada por las olas.

Además, Averroes cree encontrar ejemplos de metáforas allí donde Aristóteles habla de acción trágica, por ejemplo, cuando analiza los métodos para hacer interesante el reconocimiento o agnición, en que la incertidumbre se debe a la naturaleza reconocible de signos característicos (Aristóteles está hablando de cicatrices, collares, etc.). Averroes, no llegando a concebir el típico golpe de escena teatral (“si tienes esta cicatriz, o este medallón, entonces eres mi hijo”), trata la materia con cierta vacilación: da ejemplos de semejanzas al fin y al cabo bastante banales, como la relación entre el cáncer animal y el Cáncer constelación. Cuando Aristóteles trata del reconocimiento por razonamiento, cita el Coéforo, donde Electra argumenta que ha llegado uno igual a ella, pero ninguno puede ser igual a ella sino Orestes. Averroes entiende que en este caso se habla de un individuo que es semejante a otro, por semejanza de constitución o de temperamento. Hernán se siente llevado por este discurso sobre la semejanza a hablar de metaphorica assimilatio, lo cual es evidentemente un malentendido.

De hecho, Averroes y Hernán mezclan dos problemas que en Aristóteles permanecían separados, el análisis de la acción trágica (que ellos no llegan a concebir) y la teoría de la metáfora. El resultado es no sólo la incomprensión de la tragedia como género literario y teatral, sino también una serie de aserciones confusas acerca de la metáfora.

Pero tampoco para Moerbeke, quien al traducir directamente del griego tenía ante los ojos ejemplos de primera mano, el problema estuvo exento de dificultades, si bien fue a causa de embrollos lingüísticos. Podríamos hablar de mero error de léxico cuando Aristóteles dice que el escudo de Marte podría ser llamado “copa sin vino”, y Moerbeke no comprende áoinon y traduce más o menos “como si el escudo fuese llamado copa no de Marte sino del vino”. Frente a la adivinanza de la ventosa, Moerbeke parece darse por vencido y traduce virilem rubicundum ut est ignitum super virum adherentem, y si hay en la sala algún latinista capaz de explicar que está queriendo decir, le daremos la monita con elástico de regalo.

En cuanto a los ejemplos de metáfora citados en la Retórica, habíamos visto que existía una especie de collage de diversos textos hecho por Hernán Aleman, luego, directamente del griego, una Translatio Vetus muy poco conocida, y luego, la traducción de Moerbeke.

Ni hablemos del texto de Hernán. A propósito de las asteîa o agudezas, en un manuscrito toledano se lee incluso Ideoque pulchre dicit Astisius, vale decir que o el original árabe o Hernán había entendido asteîa como un nombre propio. Por otra parte, frente a los ejemplos metafóricos, Hernán confesaba de entrada que había decidido saltar todas las citas que no entendía, porque probablemente tenían sabor para los griegos pero no podían decir nada a los latinos.

La Vetus no recoge la agudeza sobre los piratas como abastecedores y traduce desacertadamente que los ladrones se llaman a sí mismos depredadores, lo cual es matar la agudeza original. Cuando Aristóteles habla de asteîa, la Vetus propone el término solatiosa mientras Moerbeke se las arregla manteniendo el término griego asteîa, con el provecho para el lector medieval que pueden ustedes imaginarse. Además, casi ninguna las traducciones de ejemplos de agudezas es satisfactoria, y muchas metáforas son directamente pasadas por alto. En la Vetus, los trirremes como molinos multicolores se convierten en milonas curvas, y en Moerbeke en molares varios. Un ejemplo de la jabalina que se lanza impetuosamente atravesando el pecho no es traducido y en Moerbeke aparece un inesperado gibbosa falerizantia. En la Vetus la metáfora de la paja por la vejez se convierte en un incomprensible “cuando, de hecho, llama buena a la vejez produce un conocimiento por medio del género”.

Moerbeke traduce con algo más de pertinencia “cuando llama caña a la vejez hace comprender a través del género”, pero ninguno de los dos considera necesario explicar el porqué —o sea que, tanto la paja como la vejez pertenecen al género de las cosas marchitas— y en todo caso, la caña no es la paja. Aristóteles cita una hermosa metáfora de Arquites sobre la semejanza entre un árbitro y un altar (porque ambos son el refugio de los que han sido víctimas de una injusticia), pero la Vetus traduce sicut Archites dixit idem esse propter hanc et altarem (porque entiende diaitêtên, árbitro, como dià tautêv, o sea “a causa de esto”).

Queda pues la duda de cuánta excitación podía sentir el lector medieval frente a pseudo-agudezas tan obscuras, percibidas a veces como insípidas o insensatas.

Es una verdadera lástima que Borges, después de habernos contado por qué Averroes no podía entender qué era la tragedia, no nos haya contado también por qué entre los comentadores árabes y los traductores medievales latinos se perdió el carácter de descubrimiento, de “puesta ante los ojos” de tantas ingeniosas metáforas griegas. Hemos perdido así el segundo acto de esta hermosa comedia de equívocos, lo cual es una soberana tragedia.

Pero también es trágica la comedia puesta en escena, sin quererlo, por tantos traductores que, por una discrepancia entre culturas, han retardado en algunos siglos la mutua comprensión entre esas culturas. Esto no es para animarnos a seguir repitiendo la gastada boutade según la cual el traduttore es siempre un traditore; más bien debe llevarnos al menos a pensar que quién sabe cuántas veces los desencuentros entre culturas se han debido (y se deben aún hoy) a traducciones fatalmente infieles.

Para traducir no basta conocer una lengua, aunque haya sido estudiada a fondo. Averroes hubiera debido viajar de Córdoba a Atenas. Pero lamentablemente, en su tiempo, no habría encontrado nada que pudiera interesarle.


*[Nota del traductor] El autor traduce aquí el neutro plural substantivado del adjetivo asteîos por “argutezze”, término consagrado en el Seicento italiano por el Cannocchiale Aristotelico de Emmanuele Tesauro. Traducirlo al español por “agudezas” es pasarlo del lado de Gracián... no sin riesgos. El lector de habla hispánica se consolará considerando que en su traducción inglesa de la Retórica, E. M. Cope‚ para dar cuenta de este vocablo, propone la acumulación de seis adjetivos: “lively, pointed, sprighty, witty, facetious, clever


En Variaciones Borges, Número 17 (2004)

Conferencia de Umberto Eco en  Rimini, 8 de agosto de 2003 
Versión castellana de Iván Almeida
Retrato de Jorge Luis Borges, Archivo diario La Nación



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